Las últimas palabras y deseos de una persona se guardan en la memoria como un testamento, como el epílogo de una existencia. Las de Jesús han quedado como un epitafio: amaos. Es lo que traduce su vida y su intención. Que su paso por la tierra se recuerde por el amor ofrecido y posibilitado. Nada más importa.
El Evangelio de hoy nos trasmite el testamento de Jesús. Es un mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Pero si seguimos este mandamiento, pronto nos daremos cuenta de que el amor no se puede mandar. El que se sabe amado tiende a amar.
Es el regalo de Jesús al despedirse de sus discípulos. Los deja un mandamiento nuevo: que se amen mutuamente como Él los ha amado. Además les advierte que ese amor será su identidad. Porque se quieren unos a otros como Él los ha querido, todos sabrán que son sus discípulos.
Nuestra señal de identidad es el amor. La implicación y el darse en la relación con los demás. Así es la vida de Jesús, entrega por amor a todos los hombres y mujeres de este mundo. Una entrega generosa, llena de verdad, llena de profundidad, llena de gratuidad.
La señal es el amor sin medida, sin acepción de personas, sin esperas, sin diferencias. La manera de seguir a Jesús, de hacerlo presente en el mundo, es amar.
Un mandamiento nuevo … y aparentemente sencillo. Con la referencia del amor incondicional de Cristo… ser capaces de amar a los demás. ¿Vamos a por ello?
Somos lo que amamos, lo que somos capaces de compartir,
de dar, de regalar. Regalémonos hoy en todo lo que vivamos.
Si el amor nos hiciera
hombro con hombro,
fatiga con fatiga
y lágrima con lágrima.
Si nos hiciéramos unos.
Unos con otros.
Unos junto a otros.
Por encima del oro y de la nieve,
aún más allá del oro y de la espada.
Si hiciéramos un bloque sin fisura
con los seis mil millones
de rojos corazones que nos laten…
¡qué hermosa arquitectura
se alzaría del lodo!
(Ángela Figuera Aymerich)
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