En nuestra puerta
Jesús lo afirma explícitamente: si no abrimos el corazón a la revelación de Dios, en la ley y los profetas, no haremos caso ni aunque resucite un muerto. La cerrazón tiene estas consecuencias. Obstinados en no creer podemos malograr nuestra mejor posibilidad: ser felices siempre.
Dos personajes muy diferentes. Un rico anónimo y un pobre llamado Lázaro. Uno banquetea, otro pasa hambre. Uno sano, otro con llagas. Uno es enterrado, otro va al seno de Abrahán. El rico en el infierno pide, ya no tiene. El mendigo experimenta el consuelo de quien no tuvo.
El Evangelio nos habla de estar atentos a los "lázaros" que tenemos cerca. Lázaro sigue ahí en nuestra puerta. No importa lo buenos y religiosos que nos creamos. La distancia e indiferencia con él es distancia e indiferencia con Dios. Cuántas veces tendríamos que pedir perdón por taparnos los oídos a su dolor.
Lázaro estaba en su portal, a su lado, muy cerca, casi en su
casa. Cada día esperaba una ayuda, una mirada, para vivir con dignidad. Dios
pasó por la vida de Lázaro, y la esperanza se convirtió en abrazo, en dignidad,
en salvación. La indiferencia del rico lo hizo en miedo y vergüenza. La mirada
de Dios llena de verdad, nos abraza o nos delata.
«No se convencerán ni aunque resucite un muerto» Cuando nos
encabezonamos en algo es imposible que seamos capaces de cambiar y ser así nos
lleva a la desdicha y no ser capaces de ver la bondad del mundo que nos rodea,
ni el bien que se hace por construir un mundo más justo.
En el camino de conversión, es clave la confianza. Lo que nos parece imposible, el Espíritu puede hacer fructificar en cualquier instante.
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