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Es nuestro hogar

 


“Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido”. (Lc15,1-3.11-32)  

Hoy nos presenta el evangelio de san Lucas la parábola que conocemos con el nombre del "hijo pródigo". Dos hermanos y dos actitudes ante el Padre. Uno le pide la herencia en vida, que es como matarlo. Se va y la despilfarra. Vuelve arrepentido buscando Amor. Otro se marchó en el afecto. Reprocha y se enfada con el Padre y con su hermano. No volvió. Dos idas diferentes.

El centro de esta parábola es el padre, que rebosa de amor incondicional, ilimitado. No solo acoge al hijo que se ha ido y que vuelve, sino que además no consiente que el desamor del otro hijo hacia su hermano obstaculice la celebración del banquete por la alegría del encuentro.

«Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Porque no necesitamos médico los sanos, sino los enfermos, los perdidos, los pecadores. Tenemos un Dios que acoge, que se conmueven sus entrañas al vernos anémicos de amor. Y toda su búsqueda es que volvamos a casa. Está todo preparado, caliente el pan, envejecido el vino, la lumbre ardiente. Solo falta nuestro deseo de volver y el abrazo restaurador de su misericordia.

Volver a casa. No es de cobardes es de valientes. En casa están los que te quieren. La casa para un hijo es mucho más que un techo es un hogar. Irse puede parecer desprecio, para el que se queda es dolor que genera esperanza en la vuelta y el nuevo encuentro. Volver a casa es conocer bien el amor del que te va a abrazar. No es volver a casa es volver a unos brazos, a un encuentro.

No hubo mirada hacía el pasado. El presente que lo llenaba todo, el futuro volvía estar lleno de luz, de posibilidades y no de hambre y muerte. Se juntaron la esperanza del Padre en su vuelta y la decisión de volver del hijo. No volvía a una casa, volvía a un abrazo.

El corazón de Dios es nuestro hogar. No importa lo lejos que estemos o cuanto nos hayamos extraviado. Estando lejos o estando cerca hay que recorrer el camino de la misericordia. La puerta está abierta. Hay esperanza.

La reconciliación siempre termina en fiesta, en banquete de familia. Sin embargo, el rencor del corazón no acepta la conversión y mata la alegría restauradora del perdón. Sólo el amor misericordioso del Padre rehabilita a los hijos como tales y a los hermanos entre sí.

Por mucho daño que cause un hijo, un padre siempre está dispuesto a perdonar. ¡Ese es el gran regalo de Dios!

Tanto si vuelvo a casa, herido y humillado por el pecado, como si permanezco en ella, siempre encontraré un Padre misericordioso que me quiere como soy, que no me juzga ni me exige nada, que me revela que el otro es un hermano a quien amar.

¡Hasta dónde llega tu amor, Dios nuestro!

Tú, Padre de todos nosotros, sales a nuestro encuentro,
aunque te hayamos fallado, nos recibes de nuevo
una y mil veces, nos esperas con los brazos abiertos
y nos entregas el anillo de tu confianza.
 
Nosotros, en cambio, nos ponemos furiosos,
cuando a otros nos parece que les tratas mejor,
nos quejamos de nuestra suerte y sentimos envidia de otros hermanos,
juzgando tu comportamiento amoroso e incondicional.
 
Y es que Tú, Padre, tienes un corazón blando,
al que nada le hiere, más que nuestro desamor,
al que sólo le preocupa nuestra felicidad,
y que sólo desea que nos amemos como hermanos.
 
Ayúdanos a no volvernos exigentes con nadie,
a pedir perdón por nuestros errores, con humildad,
a aceptar que otros tengan mejor suerte,
a sentir con el otro, a amarle desde el adentro,
a captar lo que vive y a tratarle como le tratas Tú.

Mari Patxi Ayerra


 

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