¿De quién es todo lo que vivimos? Esa es la gran pregunta que nos hace Jesús. Desde pequeños aprendemos a decir "mío". Nos convertimos en propietarios de todo, antes que disfrutones que comparten. Y con esa ensoñación pasamos gran parte de nuestra vida. Mi tiempo, mis cosas, mis amigos, mi familia, hasta decimos "mi Dios". Pero la vida y la fe va de "nuestro". El paso del "yo", al "nosotros" es la resurrección. Nacemos de nuevo cada vez que pensamos más en los demás que en nosotros mismos.
Las herencias, la codicia, los bienes, los graneros…corrompen el corazón y desenfocan el sentido de la vida. Todo lo que tenemos son posesiones temporales que deben enfocarse a crecer y compartir en la vida. Son préstamos que ayudan a conquistar la riqueza para Dios.
Es tan viejo como el hombre el deseo de acumular riquezas. Jesús, a este propósito, nos dice que quien obra así no es un malvado sino un necio e insensato.
Lo sabio y sensato es atesorar los bienes de arriba, donde está Cristo, y así lograr ser rico.
Los bienes que nos dan vida son los que se atesoran en el cielo, nada de lo que la vida convierte en viejo o caduca. Son ricos ante Dios quienes hacen de la vida un regalo, una entrega. Ante Dios el compartir lo que somos y tenemos.
Bienes de Dios son los que no se guardan sino que se dan, que no se acumulan sino que se entregan, bienes que nos ayudan en el encuentro con Dios y con el hermano.
Pidamos aprender a valorar la vida como el tiempo de preparación para la eternidad, el tiempo para aprender a amar. El tiempo para amar.
Que la Virgen María, que participó en el misterio de Cristo más que ninguna otra criatura, nos sostenga en nuestro camino de fe para que al trabajar con nuestras fuerzas para subyugar la tierra, no nos dejemos dominar por la avaricia y el egoísmo, sino que busquemos siempre lo que vale delante de Dios.




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