Es una pena que solo reaccionemos en la vida en situaciones límite. Hace falta que se nos caigan todas nuestras seguridades para alzar la mirada suplicante a nuestro Dios. Una grave enfermedad, la muerte de un ser querido, un fracaso afectivo o laboral, son episodios de crisis que provocan un replanteamiento general de la vida. Y si eso mismo nos lo produjera la belleza, la bondad, la amistad, encontrar a alguien que nos acoja y valore. No tenemos un Dios de muertos, sino de vida.
Sagaces, espabilados y vivos para proponer la Palabra de Dios, para hablar de Dios, para dejar huella de Cristo, a quien seguimos en este mundo. No nos dé vergüenza ni miedo usar las argucias de este mundo para anunciar el Evangelio, hacer el bien y transformar el mundo. No dejemos que la ingenuidad nos paralice, no seamos cándidos, no nos quedemos parados. Tomemos la iniciativa para hacer el bien.
Jesús lo deja claro: no caben acomodaciones. Cuando se idolatra el dinero, no es posible hacer hueco en el corazón al Dios verdadero. La verdadera riqueza del auténtico Dios empobrece todas las demás hasta convertirlas en despreciables. Sirvamos, pues, al Dios que nos hace ricos.
«Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para enriqueceros con su pobreza» (cf. 2 Corintios 8,9)
Libera mi corazón de la avaricia y del egoísmo,
para que viva con sencillez y generosidad,
compartiendo con quienes más lo necesitan.
Haz que mi vida refleje tu amor desprendido,
y que, enriquecido por tu pobreza, pueda hacer el bien a los demás con alegría.
Amén.
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