La verdadera felicidad
Jesús levanta los ojos hacia sus discípulos para que estos también los levanten. Para que su mirada la pongan en las realidades imperecederas, eternas, divinas. Para que descubran en los sufrimientos y contrariedades que la recompensa será grande en el cielo.
A Dios se le va el corazón hacia los pobres. Se estremece por dentro cuando ve la debilidad. La pobreza compra los ojos de Dios. Si te encuentras con un pobre no mires hacia otro lado. Comparte con él lo que tienes, acoge el tesoro que él te ofrece.
Los Bienaventurados para Jesús son los pobres, los humildes; no los que están más pendientes de sus derechos que de cumplir sus deberes. Si éste hubiera sido el criterio del Señor no estaríamos salvados: Él se hizo pobre, perdió todos sus derechos en la cruz para salvarnos.
¿Dónde busco realmente mi felicidad: en la seguridad de lo material y el reconocimiento, o en la confianza en Dios y la entrega a los demás?
"Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios." La carencia, la pobreza, el no tener y no poder es la puerta que se nos abre a la búsqueda de Dios. La autosuficiencia, el orgullo y la arrogancia es el muro en el que nos encerramos en un narcisismo que invisibiliza la necesidad. Jesús nos llama felices cuando extendemos las manos a la espera de sus manos que abrazan y sostienen. Como un niño en brazos de su madre. Sin pretender grandezas que superan nuestra capacidad. Con la confianza de que si está, nada nos falta.
Dichosos. Esta es la palabra y la mirada de Dios para aquellos que sufren. Es cómo Él ve y cuida a aquellos que nadie quiere. Es cercano a los pobres de este mundo injusto, insolidario, indiferente. Su deseo, su propuesta para todos ellos es de felicidad, de dicha. Ser dichosos es tener a Dios más presente, más cercano, más próximo. Nuestro Dios nos llama dichosos, y abre el futuro a la esperanza a los que la han perdido.
La Virgen María es vista como la “Bienaventurada por excelencia”: la humilde sierva que se abre por completo a la gracia de Dios y que, en su pequeñez, recibe la plenitud de la promesa.Santa María, humilde sierva del Señor, tú que proclamaste la grandeza de Dios y confiaste en su promesa, acoge hoy nuestra oración.
Tú que conociste la pobreza de Nazaret y la sencillez de Belén, enséñanos a vivir con corazón pobre, abierto a la gracia y confiado en el amor de Dios.
Virgen bienaventurada, que cantaste la alegría de los humildes y anunciaste la justicia del Reino, intercede por los que sufren, por los que tienen hambre, por los que lloran y por los olvidados.
Madre de Jesús, haznos discípulos de tu Hijo, que vivamos las Bienaventuranzas cada día, y que un día podamos compartir contigo la plenitud del Reino de Dios. Amén.



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