"La pone en el candelero para que los que entren vean la luz." (Lc8,16-18).
Jamás se encenderá una lámpara para ocultarla tapándose con una vasija o poniéndola debajo de la cama. Algo semejante pasa con el testimonio de la fe: es para manifestarlo.
En el candelero. Para dar luz, no para ser famoso. Para desgastarse para que otros sean. Para ayudar, servir y cuidar. Para cambiar la realidad de las cosas. No escondamos aquello que Él pone en nosotros, desgastémonos como pequeños cirios encendidos del cirio pascual, y demos luz donde otros nos necesiten. Pongámonos en medio y en lo alto para dar todo, para llegar más lejos, para servir a más hermanos.
El Evangelio no es una planta de interior. El Evangelio, para que crezca, necesita salir a la calle, recibir el calor y la lluvia. El Evangelio no merma al compartirse, al contrario. ¡No podemos arrinconarlo en nuestras casas y en nuestras iglesias! Hemos de ser mensajeros del Evangelio.
La luz es para que ilumine y facilite que otros vean. Nuestra vida tiene que ser luz para que otros vivan. Una vida transparente, auténtica, cimentada en la verdad y enemiga de los secretos, los silencios cómplices y lo oscuro. Se nos ha dado para dar, no para ocultar.
No se trata de deslumbrar, sino de iluminar. Siempre nos fijamos en las vidas de otros. Elegimos los referentes que nos ayudan a crecer, a reír, a mejorar. Somos miméticos. Y tendemos a imitar lo que nos ayuda de los otros. También nosotros influimos sin darnos cuenta. Al igual que nos fijamos en otros, nuestras vidas también inspiran las vidas de quienes nos miran. Esa responsabilidad es inevitable. Padres y madres que sois espejos de los hijos. Eso nos anima a ser honestos y humildes.
que es tu luz la que me alumbra,
cuando pongo la lámpara encendida
Señor, ayúdame a ser fiel portador de tu luz
para que ilumine a quienes me rodean.
Ilumíname, Señor, con tu Espíritu.
Y déjame sentir el fuego de tu amor
Que sea tu luz, y no nuestros destellos,
la que ponga luz en nuestro mundo.
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