Un grupo de saduceos le preguntan a Jesús, aplicando la ley del levirato, de cuál de los hermanos será la mujer. Jesús indica que en la vida de resucitados ya no se cesarán. Y que los muertos resucitan, recuerda "Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob". La muerte o la vida. Esa disyuntiva que nos amenaza. Jesús se pronuncia con contundencia. Dios solo sabe de vida. Es Dios de vivos. A nosotros nos cuesta acoger esa vida, celebrarla y entregarla. Nos quedamos muchas veces atrapados en estructuras de muerte. ¡Dios de vivos!
Vivimos por la cercanía de un Dios que es pura Vida y puro Amor. Y es su vida y su amor lo que nos contagia. Su vida es compartir y darse. Y nuestra identidad es la donación y el servicio. La historia que le cuentan a Jesús de la viuda de siete hermanos es una exageración. Pero el derroche de vida de Dios y que derrame su Espíritu vivificador en nuestros corazones es la gran locura de un amor extremo por cada vida.
“No es Dios de muertos, sino de vivos”. Dios de vivos. La muerte para Él no se el final. Ama la vida, la da, nos espera en la Vida. La muerte no tiene poder, tiene poder la Vida, la que Él regala y da, la que Él llena, la que nos pide vivir con sentido, con profundidad, sin miedo, con fuerza, dándose. El encuentro con Él da vida, llena de sentido, nos mueve a vivir de otra manera, produce conversión.
El Evangelio nos desafía a vivir con una perspectiva eterna. No se trata solo de creer en la resurrección, sino de permitir que esta creencia transforme nuestra vida. A menudo se ve la muerte como el final, estamos llamados a ser testigos de la promesa de vida que Jesús nos ofrece.
Señor, fortalece mi fe en la resurrección y en la vida eterna.
Que viva cada día con la confianza en que la muerte no es el final.
Ayúdame a vivir con alegría y esperanza, a reflejar tu amor y tu gracia.
Resucítame, Señor,
Vivifícame, Señor,
Transfórmame, Señor,
Ilumíname, Señor,
Para ser testigo de la vida



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