Hay veces que los límites se acumulan y las desgracias vienen juntas. Ser ciego y no ver. Estar al borde de la vida, no en el centro, sino en la periferia y estar sentados, parados, inactivos. Mendigando, pidiendo, suplicando limosna, atención, valoración, cariño. Describen esas palabras tantas vidas. Tanta insatisfacción, tanta necesidad. Jesús se hace presente ofreciendo todo lo que el ciego no tiene: compasión, dignidad, interés sincero. ¿Qué quieres que haga por ti? Jesús nos devuelve la vida cuando acudimos a Él.
“¡Jesús hijo de David, ten compasión de mí!” Compasión es lo que pide el ciego a las afueras de Jericó. Es insistente. Quiere que alguien se pare, que se acerque, lo levante, le escuche, lo cuide y cure. Necesita salvación, salir de la cuneta, ponerse de pie, recuperar su dignidad. Quiere compasión. El ciego sabe lo que pide, no es una limosna, ni un lamento, ni una mirada de lástima o pena, pide una implicación, pide alguien que le de la mano, que le quiera, que le ayude, compasión.
El Evangelio nos recuerda que podemos clamar a Jesús, con la confianza de que escucha y responde. No importa que difícil sea la situación, nuestra fe tiene el poder de atraer la atención de Dios. Tengamos el valor de pedir y la gratitud de seguir a Jesús una vez recibida su gracia.
El ciego es consciente de su ceguera. Y late en él el deseo de recobrar la vista. La peor ceguera es la de quien no quiere ver, o la del que se cree que ve. Mirar la realidad con su belleza y su pobreza. Con capacidad de crítica personal e institucional para crecer.
El Señor vincula su acción a la fe con que la acogemos. Porque la fe verdadera no es una fe milagrera sino un ejercicio de confianza en Dios.
«¿Qué quieres que haga por ti?» Como el ciego pedimos recobrar la vista, pero no olvidemos que antes de la petición hemos tenido la fe necesaria para saber que si nos fiamos de él alcanzaremos la salud, porque la fe es la que nos lleva a alcanzar la paz del cuerpo y del alma.




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