“El valor del diálogo y la reconciliación prevalecen sobre las tentaciones de venganza”
Al inicio de este nuevo año les dirijo a todos ustedes los deseos
más cordiales de paz y de todo tipo de bien.
¡El mío es el deseo de la Iglesia y un deseo cristiano! No está
relacionado a la sensación un poco mágica o un poco fatalista de un nuevo ciclo
que inicia.
Nosotros sabemos que la historia tiene un centro: Jesucristo,
encarnado, muerto y resucitado; que está vivo entre nosotros y que tiene una
finalidad: el Reino de Dios, Reino de paz, de justicia, de libertad en el amor.
Y tiene una fuerza que la mueve hacia aquel fin: es la fuerza del
Espíritu Santo. Todos nosotros tenemos el Espíritu Santo que hemos recibido en
el bautismo. Y él nos empuja a ir hacia adelante en el camino de la vida
cristiana, en el camino de la historia, hacia el Reino de Dios.
Este Espíritu es la potencia del amor que ha fecundado el seno de
la Virgen María; y es el mismo que anima los proyectos y las obras de todos los
constructores de paz. Donde hay un hombre y una mujer constructor de paz, es
exactamente el Espíritu Santo quien ayuda y lo empuja a hacer la paz.
Dos caminos que se cruzan hoy: la fiesta de María Santísima Madre
de Dios y la Jornada Mundial de la Paz.
Ocho días atrás resonó el anuncio angélico: “Gloria a Dios y paz a
los hombres”.
Hoy lo acogemos nuevamente de la madre de Jesús que “custodiaba
todas estas cosas, meditándolas en su corazón”, para hacer de esto nuestro
empeño en el curso del año que se abre.
El tema de esta Jornada Mundial de la Paz es “Fraternidad,
fundamento y vía de la paz”.
¡Fraternidad! Siguiendo las huellas de mis predecesores, a partir
de Pablo VI, he desarrollado el tema en un Mensaje, ya difundido y que hoy
idealmente entrego a todos.
En su raíz está la convicción de que somos todos hijos del único
Padre celeste, somos parte de la misma familia humana y compartimos un destino
común.
De aquí deriva para cada uno la responsabilidad de obrar para que
el mundo se vuelva una comunidad de hermanos que se respetan, se aceptan con
sus diversidades y se acuden los unos a los otros.
Estamos también llamados a darnos cuenta de las violencias y de
las injusticias presentes en tantas partes del mundo y que no nos pueden dejar
indiferentes e inmóviles: es necesario el empeño de todos para construir una
sociedad verdaderamente más justa y solidaria.
Ayer he recibido la carta de un señor, quizás uno de ustedes, que
me ponía en conocimiento de una tragedia familiar y sucesivamente me ponía una
lista con tantas tragedias y guerras del mundo de hoy. Y me preguntaba:
'¿Qué
está pasando en el corazón del hombre para que le haya llevado a hacer todo
esto?'
Y
decía:
¡Es la
hora de detenerse!
También
yo creo que nos hará bien detenernos en este camino de violencia y buscar la
paz.
Queridos
hermanos y hermanas, hago mías las palabras de este hombre:
¿Qué
está sucediendo en el corazón del hombre?
¿Qué
sucede en el corazón de la humanidad?
¡Es la
hora de detenerse!
Desde
todos los rincones de la tierra hoy los creyentes elevan la oración para
pedirle al Señor el don de la paz y la capacidad de llevarla a todos los
ambientes.
En este
primer día del año, el Señor nos ayude a encaminar a todos con más decisión en
las vías de la justicia y de la paz.
Iniciemos
en nuestra casa, justicia y paz entre nosotros.
Se
comienza en casa y después se va hacia adelante, hacia toda la humanidad, pero
tenemos que comenzar en casa.
El Espíritu Santo actué en los corazones, derrita lo que está
cerrado y las durezas y nos conceda volvernos tiernos delante de la debilidad
del Niño Jesús.
La paz de hecho, necesita de la fuerza de la mansedumbre, la
fuerza no violenta de la verdad y del amor.
En las
manos de María, Madre del Redentor, ponemos con confianza filial todas nuestras
esperanzas.
A ella que extiende su maternidad a todos los hombres, le
confiamos el grito de paz de las poblaciones oprimidas por la güera y la
violencia, para que el coraje del diálogo y de la reconciliación prevalga sobre
las tentaciones de la venganza, de la prepotencia, y de la corrupción.
A ella le pedimos que el evangelio de la fraternidad, anunciado y
testimoniado por la Iglesia, pueda hablar a cada conciencia y abatir las
murallas que impiden a los enemigos reconocerse como hermanos.
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