PARABOLA DE LA MENDIGA.



Manos vacías…
Para encontrar a Dios, renuncié al mundo.
Años de penitencia encorvaron mi cuerpo.
Horas de meditación surcaron arrugas mi frente.
Mis ojos se hundieron a fuerza de no mirar.
Y, por fin, me atreví a llamar a las puertas del templo, a extender delante de Dios mis manos cansadas de pedir limosna a los hombres…
Mis manos vacías.
¿Vacías?
Pero ¡si están llenas de orgullo!
Y volví a salir del templo en busca de humildad.
Era verdad… ¡era verdad! Yo había llevado una vida de penitencia, los hombres lo sabían y me honraban… y a mí me complacía. Ahora procuré hacerme despreciar de todos. Busqué humillaciones sin cuento. Hice que me trataran como al polvo del camino.
¡Mira mis manos!
Todavía están llenas… llenas de tu humildad…
No quiero ni tu humildad ni tu orgullo…
¡Quiero tu nada!
Y volví a salir para desprenderme de mi humildad.
Y ando por el mundo, tratando de aprender la lección de mi nada…
Y entonces, cuando mis manos estén vacías de todo… sí, de todo… vacías de mí misma… volveré al templo y Dios depositará en mis manos vacías la limosna infinita de su divinidad.

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