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Cultura del homicidio

Merece la pena releer la encíclica de Juan Pablo II “Evangelium vitae”. Sobre el aborto, recuerda el Papa que, entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, reviste éste características que lo hacen “particularmente grave e ignominioso”. Realmente es, como enseñó el Concilio Vaticano II, un crimen nefando (cf “Evangelium vitae”, 58).

Un síntoma muy preocupante es la aceptación social de este delito. Personas que se movilizan por la defensa de las especies animales en peligro de extinción se muestran, en ocasiones, “tolerantes” con la práctica del aborto: “Nadie aborta por gusto”; “mejor abortar a un niño que tratarlo mal”; “no se puede ser madre a la fuerza”, etc. Siempre se pueden alegar supuestas “razones” en favor de este crimen.

Un aspecto esencial es llamar a las cosas por su nombre. El aborto no es “la interrupción voluntaria del embarazo”. El aborto procurado consiste en matar al feto; en frustrar deliberadamente su proceso natural de crecimiento. La interrupción del embarazo es una consecuencia de un acto previo: la eliminación violenta de una vida humana. Una eliminación planificada fríamente por los propios padres, con la cobertura legal del Estado y con el apoyo de los médicos.

Realmente, el aborto es un homicidio; es matar a “alguien”. No es solamente deshacerse de “algo”, sino de “alguien”. De una persona que ha sido convocada a la existencia y a la vida y que, sin su consentimiento, es destruida por motivos que van desde el egoísmo a la codicia, desde la falsa piedad a la indiferencia, desde la desesperación a la apuesta firme por no dar una oportunidad al otro; a la vida del otro, a la mirada del otro, a su respiración, a su llanto y a su risa.

El aborto es cruel. Como cruel es inducir a una madre a practicarlo. El aborto es insolidario. Con el que muere y con quien mata su paternidad o su maternidad. El aborto es cínico, impúdico, porque se reviste de las galas postizas de la respetabilidad social; de la desvergüenza de la mentira; de la obscenidad de reivindicar como justo lo más vituperable. El niño abortado, asesinado, destruido como una cucaracha, es absolutamente inocente; completamente débil; totalmente inerme.

De la responsabilidad del aborto no se pueden ver eximidos los legisladores. Si uno bucea en este mar sórdido de la cultura de la muerte, se encuentra con estructuras poderosas que conspiran contra la vida.

No es fácil comprenderlo. Máxime cuando, a la vez, se les llena la boca a los políticos de expresiones frívolas, ligeras, insustanciales. Al articular las palabras, al pronunciarlas, se convierten en portavoces, voluntarios o involuntarios, de la falsificación, de la apariencia sin fundamento, de la burla.

Guillermo Juan Morado.

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