Así de claro nos ve Jesús. Somos una unidad de alma, corazón y cuerpo. Y del interior, de lo que llena nuestra vida, sale lo que expresamos y compartimos. Si lo que nos habita es la escasez, nos convertimos en demandantes y depredadores. Si nos llenamos de amor y la presencia del Espíritu Santo anima nuestra vida, lo que expresamos será alegría, cuidado, cariño y generosidad. Del árbol bueno, de la vida buena, recogemos frutos buenos. Por los frutos nos conocerán.
Ayúdanos a que nuestro corazón y toda nuestra persona sea siempre un árbol sano, bueno, que ofrece y regala frutos buenos, desde la sencillez,
Cuántas veces hemos escuchado: "tienes que ser bueno", "portarte bien", "no hagas daño a los demás". Merece la pena ponerlo en práctica. Desde la bondad del corazón podremos conseguir una sociedad buena y nueva.
La autenticidad consiste en exteriorizar lo que hay en el interior. El hombre bueno, de la bondad que atesora su corazón, saca el bien. ¿Por qué veremos más fácilmente los defectos de los demás que los propios? Saca la viga de tu ojo y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano. Lo de ignorar la viga en el propio ojo… mientras se señalan las faltas ajenas; es que no puede ser más actual.
Será del corazón, de lo profundo de él, del centro de nuestra vida, donde salgan los frutos generosos y gratuitos que daremos en medio del mundo, a los que estamos llamados. Tenemos que cuidar mucho qué poner en el corazón. Pongamos el Evangelio. Abrir los ojos del corazón es poner el Evangelio en medio.
Jesús pide entrenar los ojos para observar bien el mundo y juzgar con caridad al prójimo. Solo con esta mirada de cuidado, no de condena, la corrección fraterna puede ser una virtud.
Saber estar con uno mismo, con los demás y con Dios, requiere un trabajo personal. Cuidar la mirada para no caer en la ceguera de la cerrazón. Saber autocriticarnos antes que criticar. Ver vigas antes que motas para dar buenos frutos de los que rebose el corazón.
La segunda ingenuidad
En algún momento,
perdí la inocencia.
Se enturbió la mirada,
se agrietó el carácter,
me hice ateo en el amor,
militante en el sarcasmo,
rencoroso en el dolor,
contagioso en la tristeza,
acomodado en la fe,
desertor de la esperanza.
El espejo interior
me devolvía sombras.
Tú no te rendiste.
Viniste a rescatarme.
«Sal afuera», gritaste,
y yo, de nuevo Lázaro,
salí, más por inercia
que por voluntad.
Abrí los ojos.
Era niño, otra vez,
descubriendo el mundo
al acercarme a ti.
Tenía alguna cicatriz
en la mirada,
y más conciencia
de mis pies de barro.
pero el amor, el humor,
la compasión y la fe,
la esperanza y la alegría,
habían vuelto,
y esta vez
acrisoladas
por el tiempo.
(José María R. Olaizola, SJ)
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