Nos cuesta creer que Jesús haya venido a llamar a los pecadores; tal vez porque tendemos a considerarnos libres de pecado. Si hacemos un ejercicio mínimo de sinceridad, nos sentiremos necesitados del perdón de Dios. Incluso, sentiremos el gozo de ser llamados a la conversión.
No busca Jesús un grupo de élite con el que desarrollar su misión. Nos descarta lo roto, lo feo, lo inútil, lo defectuoso. Se acerca a Leví y reconoce una vida dañada. Y de su interior nace el deseo de restaurar esa vida y llevarla a la plenitud. De coser las heridas con puntadas de amor. Por eso estamos de enhorabuena, porque vivimos con la certeza de que su amor nos salva y nos anima a no esconder el rostro ante la fealdad. Sino a abrazarla y cubrirla de belleza.
La propuesta es clara para Leví y también para cada uno de nosotros, es personal, la hace mirándonos a los ojos: «Sígueme». Hay que responder. Ponerse de pie y caminar con Él. Buscar sus huellas y desear el encuentro. No puede ser otra manera.
La respuesta afecta a toda la vida y tenemos que responder con todo lo que somos. Leví se levanta, deja todo y se pone a caminar con Él.
“Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa” La alegría del encuentro con Jesús siempre nos invita a descubrir la alegría del encuentro con los demás. Cuando estamos juntos la fiesta está asegurada, lo de menos es lo que haya en la mesa.
La llamada de Jesús resuena cada día: “sígueme”. Sí, me lo dice a mí. ¿Oigo su llamada permanente a la conversión y al cambio de vida? ¿Qué hago?
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