La sabiduría popular se ve reforzada por las palabras de Jesús, al poner al descubierto dos actitudes opuestas al subir al templo y elevar la oración al Dios: uno, el fariseo, le da gracias por no ser como los demás; el otro, publicano, se da golpes de pecho pidiendo perdón.
Dos actitudes ante Dios y los demás. El fariseo, se cree justo. Desprecia los demás porque se cree mejor. Ante Dios se sitúa como juez de los demás. O el publicano. Un hombre pecador, despreciado, que no levanta la mirada del suelo. Se reconoce en su «humildad».
Señor, concédeme un corazón humilde para reconocer mi necesidad de Ti y confiar en Tu misericordia. Señor, dame un corazón humilde y contrito. Ayúdame a reconocer mi necesidad de tu misericordia y a no confiar en mis propias obras. Enséñame a vivir con humildad, buscando siempre tu perdón y gracia. Suba nuestra oración a ti, Señor, como un homenaje a la verdad, como la auténtica voz de nuestro corazón.
“¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador” Así quiero que sea mi oración, Señor. Como la del publicano. Sé que antes de que llegue la palabra a mi boca, tú, Señor, te la sabes toda.
Siempre vigilantes, ofreciendo las oportunidades que se nos presentan para cobijarnos en la humildad. Es el escudo liberador del mal, que trae a nuestras vidas todo bien.
"¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador”. Comenzar cada día consciente de nuestra necesidad nos hace buscar a Aquel que nos puede sostener. Lo contrario es la autosuficiencia. El creer que en nosotros está todo lo que necesitamos, olvidando que nuestra esencia es comunitaria. Dios nos anima a crear lazos de ayuda, un tejido social donde la compasión teja una red que nos sostiene. Juntos celebramos las victorias. Juntos lloramos los fracasos. Pero juntos descubrimos el verdadero rostro de Dios.
La oración debe partir de la verdad profunda del corazón, de la pequeñez y humildad de nuestro hacer, del reconocimiento que todo viene de la misericordia y la compasión de Dios. Se cuenta nuestra necesidad profunda de encuentro con Él.
La oración es abandono en sus manos, confianza total en Él, silencio profundo en el encuentro con Él. Ni vanagloria ni vergüenza, humildad y verdad
Y todas suben conmigo
Y me parecen pocas, Jesús,
que se hable sólo de dos,
de dos clases de personas
que suben al templo a orar.
Siempre que a tu encuentro subo,
conmigo suben muchas más.
La que a menudo va por delante
es mi imaginación, con sus planes
y sus sueños, distracciones
e ilusión. ¡Cómo cuesta centrarla,
cuestionarla o hacerla callar!
¡Que peligro! suelta de la realidad.
Es compañera de viaje, a veces,
la resignación. Vestida de pesimismo
informado y rutinas de corto riesgo,
no advierte que nada transcendente
o nuevo puede aflorar en aquel
que renuncia a desbordar.
Sube conmigo a tu encuentro,
también, mi pequeña vanidad.
Tan atenta y dispuesta contigo,
nunca le falta el «¡aquí estoy yo!»
¡Qué complejo desenmascararla!
¡Reviste tan bien mi oración!
No falta tampoco a la cita,
la prisa, sin dejar de mirar
al reloj. Siempre con las
cosas claras: santiguarse
y petición. Pragmatismo del
Espíritu ese «¡Concédemelo, Señor!»
Pero la que más tiemblo que suba
es mi angustia desaforada.
Se aferra como a clavo ardiendo
a la queja y la reclamación:
«¿Dónde estabas?» «¿no te importo?»
«¡Te estoy hablando!» «¡Quítamelo!»
Y sólo muy de vez en cuando
se impone a todas la escucha:
atenta, desinteresada, sin miedo.
Sentada, espera lo inesperado,
que del vientre de su silencio
nazca la senda de TU PALABRA.
(Seve Lázaro, SJ)
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