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Signos de misericordia

 


«La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.» Jn, 20, 21

 Jesús no tiene miedo de nuestras crisis. Él siempre vuelve, cuando se cierran las puertas y cuando dudamos. Siempre vuelve, y no con signos poderosos que nos harían sentir inadecuados, sino con sus llagas, signos de su amor.

"Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros". Es el modo más lindo de hacer que la parálisis se vuelva actividad. Voy, me acerco, te recojo y te levanto. Y te sigo confiando la misión de ser constructores del Reino. El dolor y la frustración invitan a detenerse. Todo se para, la ilusión, la alegría, la confianza. Han visto a Jesús muerto en la cruz. Y Él llega, se pone en medio y ofrece aquello de lo que carecen. Paz a todos.

Jesús resucitado muestra su carnet de identidad para eliminar dudas: sus manos agujereadas y su pecho traspasado. Y no es suficiente para Tomás el ausente. Exige más  para creer “Si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en el costado, no creo

Hay momentos difíciles, en los que parece que la vida desmiente a la fe. Es precisamente en esos momentos que redescubrimos el corazón del Señor. Jesús no hace milagros rimbombantes, sino que ofrece cálidos signos de misericordia. Nos consuela ofreciéndonos sus llagas.

Jesús se pone en medio y les dice: “Paz a vosotros”. La paz no es ausencia de conflictos. El reto es aprender a aceptar a quien es diferente, escucharlo y quererlo con misericordia. Acoger a los “Tomás”, sus incredulidades y desconfianzas. Buscar la alegre unidad.

Nosotros… ¿somos de los incrédulos? ¿De los que no creen si no meten la mano en el costado? Pidamos ser de los bienaventurados que creen sin haber visto

 

Paz a vosotros

No tengáis miedo

Estad siempre alegres

Pedid y se os dará

Buscad y encontraréis

Llamad y se os abrirá

No juzguéis y no seréis juzgados

Bendecid y no maldigáis

Amad a vuestros enemigos

Perdonad y seréis perdonados

Orad en todo momento

Permaneced en mi amor.

 


Si te olvidas, Jesús aparece. Si te alejas, Jesús aparece. Si dudas, Jesús aparece. Si te cuesta, Jesús aparece. Si te equivocas, Jesús aparece. El Señor siempre sale a tu encuentro y te da la gracia de hacer crecer tu fe.

El regalo de palpar las heridas, de sumergirnos en el misterio del amor y del dolor, nos permite confesar: “Señor mío y Dios mío”.

Te he tocado en las llagas del enfermo, te he palpado en las de adictos y sin techo, te he sentido en las llagas de guerras y muertos, te he visto en las del joven con futuro incierto... «Señor mío y Dios mío», como Tomás confieso.

Si me acerco a sanar las que a mi paso me encuentro, estaré proclamando y cantando el Aleluya más bello.

¡Gracias Jesús! Te haces a la medida de nuestra poca fe, para ayudarnos a reconocerte. Nos regalas la felicidad de creer.

Gracias, Señor, 
porque quisiste regresar de la muerte trayendo tus heridas. Gracias porque dejaste a Tomás 
que pusiera su mano en tu costado 
y comprobara que el Resucitado 
es exactamente el mismo que murió en la cruz.
Gracias por explicarnos 
que el dolor nunca puede amordazar el alma 
y que cuando sufrimos estamos también resucitando. 
Déjame que te diga que me siento orgulloso 
de tus manos heridas de Dios y hermano nuestro.
También a nosotros nos concedes el regalo de tocarte, 
de sentirte a nuestro lado. 
Ábrenos los ojos de la fe, 
para reconocerte resucitado en los hermanos, 
en las llagas de los pobres, en la Comunión. 
Abre nuestros brazos para acogerte con amor.

J. L. Martín Descalzo (adaptación)


 

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