“No
juzguéis, para que no seáis juzgados”
(Mt
7, 1-5)
La Palabra de Dios se nos da como Palabra de vida que transforma el corazón, que renueva, que no juzga para condenar, sino que cura y tiene como fin el perdón. ¡Una Palabra que ilumina nuestros pasos! (Francisco)
Esos juicios destructivos y malintencionados, tan comunes entre nosotros, no los quiere Dios
A veces vivimos tan atentos al "bien" del otro que no nos importa destruirlo con nuestros juicios, mientras somos incapaces de reconocer nuestras propias faltas y pecados.
Corremos el riesgo a veces de pasarlo todo por nuestro prisma y de señalar sin siquiera ser conscientes de lo que somos: romper con la inercia del que juzga injustamente es una obligación. No estás solo.
Saber ponerse en el lugar del otro, entender y comprender sus circunstancias, aplicar el beneficio de la duda, preguntar en vez de sentenciar, aceptar más y etiquetar menos, saber crecer con la diferencia y la discrepancia...
Es menos costoso ver los errores de los demás que nuestras propias equivocaciones, porque nos libramos del peso de la propia limitación, y nos encumbramos en un perfecto autoengaño. Curiosamente todos caemos en lo mismo, la diferencia está en cómo nos levantamos.
¿Qué es juzgar? Definir el destino final de una persona dependiendo de sus acciones. No busques convertirte en juez, una acción no define a una persona y sólo Dios conoce nuestro corazón. Mejor corrige con caridad.
No juzgues por apariencias, sin saber qué pasa por el otro corazón. Ni por muy grande que sea el delito del otro. No juzgues porque el otro peque de otra manera diferente a la tuya. Ni cuando te hayan hecho daño y estés dolido. ¡Qué difícil no juzgar!
El juicio te corresponde a ti, Señor, porque eres el que conoce en profundidad el corazón humano, y juzgas con misericordia. Si quiero que tú me perdones ya sé lo que tengo que hacer: perdonar, o cargaré con mi pecado. Ayúdame, Señor
“Dame, Señor, un corazón misericordioso como el tuyo.
Dame, Señor, un corazón que ame como el tuyo.
Dame, Señor, unos ojos, que vean lo bueno de los hermanos.
Dame, Señor, una lengua, que hable bien de los hermanos.
Dame, Señor, unos oídos, que escuchen hablar bien de los hermanos.
Dame, Señor, unas manos, que acaricien a los que han fallado.
Dame, Señor, unos pies, que caminen, al encuentro de mis hermanos.
Dame, Señor, una cabeza, que piense bien de mis hermanos.
Dame, Señor, unos hermanos a los que ame como los amas”.
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