Te quiero
El leproso reconoce su necesidad ante Jesús. Su deseo de ser curado. Lo hace sabiendo y creyendo que Jesús puede, si quiere. Jesús extiende su mano, se acerca a él, se compadece de su enfermedad. Lo toca. Se implica en lo que le sucede. No es ajeno o indiferente.
A veces ponemos en duda la acción benefactora de Dios en nuestra vida. Pero el Señor siempre busca nuestro bien, siempre está dispuesto a curarnos de nuestras lepras. El encuentro con Jesús es sanador. Por eso sorprende que tantos desprecien este encuentro, o lo banalicen.
La sanación del leproso es una señal de la inminente derrota del mal y la restauración del orden divino. La humanidad, encuentra esperanza en la intervención divina de Cristo, mientras el universo espera con temor y expectativa la revelación completa del reino de Dios.
La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús toca al leproso. Su humanidad cura y levanta. Nos impacta la fe del leproso que se acerca y confía; se encuentra con la mirada de Jesús que sana, que acoge y limpia. Deja que él te toque y sane tus enfermedades.
Señor Jesús, anímanos a que recurramos a ti en las necesidades para que nuestra fe se ejercite en la práctica. Llénanos de tu Espíritu Santo para que siempre y en toda ocasión podamos dar gloria al Padre y darte las gracias por todo a ti, nuestro Hermano Mayor.
La imagen del leproso es nuestro reflejo, sabemos que Dios lo hace todo en nosotros, pero no olvidemos que el primer paso es nuestro. Acercarnos a pedirle es aquello que surge de nuestra confianza en su presencia continua en nuestra vida.
Si quieres puedes reconciliar mi pasado. Puedes ilusionar mi presente. Puedes llenar de confianza el futuro. La vida de cada uno va construyéndose día a día. Unos los reconocemos alegres y felices. Otros vienen cargados de tristeza y cansancio. Pero todos son acompañados por tu presencia sanadora. Extiende tu mano sobre nosotros, toca nuestra carne enferma y danos la fe para saber que nos conviertes en sanadores heridos, pero sanadores.
Lepras
Límpiame, Señor,
esta lepra
que se me pega
a la piel, a la entraña,
a la memoria.
Sana la herida del odio
que vuelve enemigo al hermano.
Vacía las sacas de codicia
que me encadenan a quimeras.
Cúrame del miedo
a tu evangelio,
cuando es profecía,
conflicto o exigencia.
Restaura los puentes caídos
que me aíslan
del hijo pródigo,
del samaritano golpeado,
del huérfano o de la viuda,
del fariseo ciego.
Libérame del ruido
que llena mis días
de promesas postizas.
Toca estas llagas
que solo tú ves,
Señor.
Abraza
las noches oscuras
del alma, y enciende
con tu fuego,
los parajes helados de dentro.
Si quieres, puedes.
(José María R. Olaizola, SJ)
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