“Está cerca el
reino de los cielos”. (Mt 4, 12-17. 23-25).
Después de estos días santos de la Navidad que concluirán mañana
domingo con la fiesta del Bautismo del Señor, el Evangelio de hoy sitúa ya a
Jesús en su tierra de Galilea, como para decirnos que volvemos a la normalidad,
al día a día de nuestras vidas pero siempre sin olvidar nuestra misión de
llevar a todos la luz de la fe.
Jesús se convierte ahora en profeta por los
caminos, en nómada de Dios en busca de los que se han perdido, e inicia su
misión llevando la luz a la encrucijada de un mundo que se debate entre la
atracción del exterior y una fe "tradicional" que no cala en sus
corazones.
Jesús viene a proponer un camino nuevo, una ruta que se adentra en
busca de un mundo nuevo: ¡Jesús es el camino!
Por eso nos dice:
"¡Sígueme!"
Aceptar este camino conlleva la conversión, es decir,
aprender a descubrir cada mañana el horizonte nuevo de la fe, levantarse cada
día como si fuera el último y vivir el auténtico "hoy" de la fe sin
dejarse arrastrar por la rutina y la pereza de la vida, por la
superficialidad y
el ansia de aparentar al que este mundo nos invita, al estrés y las prisas que
impiden saborear cada momento de la vida.
Necesitamos la conversión del corazón, y al despuntar la aurora de un
nuevo día, salir de nuestra comodidad y rutina a cada cruce de camino para
llamar a los que buscan la luz para conducirlos a la fuente de la vida.
Vamos
que de lo que se trata es de "tener fe en Jesucristo y amarnos los unos a
los otros como él nos amó". Esa es la verdadera Navidad: Dios con nosotros
y nosotros con él y junto a los hermanos y todo inundado de la bondad y del
amor de Dios.
Parecía que no
había esperanza.
Que el mundo se resquebrajaba
entre balas y trincheras.
Un manto de olvido
había cubierto la fraternidad.
Un hombre encaraba a otro
a cara de perro, a grito de odio.
Cada quién peleaba, desquiciado,
por reforzar su puerta
por elevar su tapia,
por aislar su parcela.
Recelosos se miraban, de soslayo,
los vecinos.
Un silencio agobiante
envolvió los corazones.
Cada ciudad se transformó
en un inmenso carnaval
que enmascaraba la verdad
tras muecas pintadas.
Hasta que llegó el profeta.
Su sentencia firme rompió el embrujo:
“Mirad que llega vuestro Dios”.
Lo dijo bajito,
lo repitió más fuerte
y otras voces se sumaron a la suya.
Como un río poderoso
el verbo se hizo promesa
y despertó la ilusión dormida.
Nadie podrá evitar
que el amor tenga
la última palabra.
José Mª Rodríguez Olaizola, sj
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