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María, Madre

 


“Los pastores fueron corriendo hacia Belén 
y encontraron a María y a José, 
y al niño acostado en el pesebre. 
Al verlo, contaron 
lo que se les había dicho de aquel niño”  
(Lc 2,16-21).

Es Navidad y María nos enseña a vivir de cara a Dios. De cara a todos los hombres, cercanos y lejanos, creyentes y no creyentes, sean del color, ideología o religión que sean. Con amor servicial. Comprometidos con la causa de los más humildes y últimos.

Los pastores encuentran al niño junto a su Madre. María acoge asombrada a los pastores y escucha atentamente sus relatos. Ellos cuentan lo que les sucede, el obrar sorprendente de todo un Dios que se hace Niño y nace en la periferia, en los márgenes, en el lugar que ellos habitan. María no se separará del niño en toda su vida, hasta la Cruz. María recibió una promesa, que cree, a la que responde, la que llenará su vida para siempre. La promesa ese ser Madre de un Niño que será Hijo de Dios.

María es Madre, ama con locura, sabe que lo que está viviendo es único, lleno de Dios desde aquel anuncio, en este nacimiento, en cada lloro y en cada sonrisa.


María conserva todas las cosas en su corazón, y las medita. Desde el silencio se acoge lo que desborda. Desde la contemplación se adora lo que da sentido a la vida. Desde las entrañas virginales se vive el Amor incondicional de un niño que es Dios, príncipe de La Paz.

 
 
Santa Madre de Dios 
eres una bendición de Dios para la humanidad. 
Santa Madre de Dios, en ti, Dios me bendice con su Hijo que trae la PAZ a la Humanidad rota.

Una forma privilegiada para detectar las huellas que Dios va dejando en nuestra vida consiste en recordar o volver a pasar por el corazón; es como revivir aquellas cosas, tal vez pequeñas, pero cargadas de significado: conservar en el corazón para meditar. Eso revitaliza la fe.

Un Magnificat

Proclama mi alma tu grandeza, Señor.
Mi alegría echa raíz en tu vida,
en tu presencia, en tu promesa.
Tú miras mi pequeñez,
y a tus ojos, y en tus manos
soy la persona más grande del mundo.
Tú traes salvación y prometes amor
allá donde reina el egoísmo.
Prometes libertad a quien vive encadenado.
Ofreces encuentro a los abandonados
y abundancia a los que nada tienen.
Lo hiciste en otro tiempo
y lo sigues haciendo en tantos
que hoy viven y actúan en tu nombre.
Yo quiero actuar en tu nombre,
hablar con tus palabras,
abrazar con tu ternura
como María, como tantos otros,
ahora y por siempre. Amén.

(José María R. Olaizola, SJ)


 

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