El amor verdadero

 


"Amarás al Señor tu Dios 
con todo tu corazón, 
con toda tu alma, con toda tu mente”. 
(Mt 22,34-40).

Recibir la palabra como un mandamiento, es como ver a Dios como un jefe ordenando a un trabajador. Y Jesús nos llama amigos y no siervos. La posibilidad de estrenar un amor, "con todo", significa plenitud. No quiere que llamemos amor al cálculo, al regateo, al ahorro, a la proporcionalidad. Amar con estrategia y con interés nos convierte en negociantes, no en amadores apasionados que dan la vida por sus amigos.


Aquel doctor de la ley le pregunta a Jesús por el mandamiento principal de la ley. Jesús no le responde con uno sino con dos mandamientos: Amar a Dios y amar al prójimo. No se puede decir que amas a Dios (que puede parecer más fácil) sino amas a los demás (1Jn4,20).

¿Cómo debemos seguir a Jesús? Amándolo con todo el corazón, con toda el alma, con la mente y con todas las fuerzas... con todo lo que somos. Y esto se percibe en el amor al prójimo. Así de simple.

En el gran mandamiento Cristo vincula a Dios y al prójimo. No hay experiencia religiosa auténtica que sea sorda al clamor del mundo. No hay amor a Dios sin compromiso con en el cuidado del prójimo.

Sólo el amor verdadero, el amor que une en el mismo corazón a Dios, para amarlo con todas las fuerzas, y al prójimo, para amarlo como a uno mismo, fundamenta todo lo demás. La crisis de amor de nuestros días pasa por superar el amor propio y egoísta pues lo que no se da se pierde.

Amar nos llena de gozo y exige una entrega total. Amar da vida, ser amados nos llena de ella. El amor es exigente en la perseverancia, en la espera, en la misericordia. Amar necesita tiempo para el encuentro, generosidad, misericordia. El amor se construye sobre la misericordia y esta sobre el amor. Misericordia y amor van juntos. El Señor nos pide amar.

Solo una vida gastada en amar y darse es una vida llena de sentido. Sin amor no somos nada. Al final, solo queda el AMOR...

 

Fragmentos de vida evangélica

Creer de corazón y de palabra.
Creer con la cabeza y con las manos.
Negar que el dolor tenga la última palabra.
Arriesgarme a pensar
que no estamos definitivamente solos.
Saltar al vacío
en vida, de por vida,
y afrontar cada jornada
como si tú estuvieras.
Avanzar a través de la duda.
Atesorar, sin mérito ni garantía,
alguna certidumbre frágil.
Sonreír en la hora sombría
con la risa más lúcida que imaginarme pueda.

Porque el Amor habla a su modo,
bendiciendo a los malditos,
acariciando intocables
y desclavando de las cruces
a los bienaventurados.


(José María Rodríguez Olaizola, SJ)


 

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