Lágrimas

 

"¡Si reconocieras tú también en este día 
lo que conduce a la paz! 
Pero ahora está escondido a tus ojos".  (Lc19,44-49). 
 
Hoy resuenan estas palabras cuando no somos capaces de escuchar, de respetar al hermano y todo porque no reconocimos que la paz no se construye desde la imposición de tu pensamiento sino desde la reconciliación.
 
Jesús llora ante Jerusalén. Hemos dejado de llorar ante el dolor de nuestras ciudades y del mundo. Hemos dejado de llorar por los que mueren en las fronteras, por el sufrimiento de la guerra. Hemos perdido la capacidad de compadecernos.


Jesús llora al ver Jerusalén. Y llora al ver nuestro mundo hoy. Seguimos de espaldas a los caminos que llevan a la paz. Llora, cómo lloramos nosotros, cuando el dolor y la impotencia anidan en nuestra alma. Cuando vemos tanta violencia y confrontación. Cuando optamos por nosotros mismos, pasamos de largo ante la necesidad de los demás. Que hoy podamos enjugar las lágrimas de Jesús ayudando a quién nos necesite.
 

 Lágrimas
 
Hay lágrimas huecas, tramposas, sin surco.
Pasan sin huella porque no tienen raíz.
Nacen de un sentimiento sin memoria, 
de una emoción sin historia, 
de la apariencia sin trasfondo.

Lágrimas estéticas, sin rabia ni tristeza.
Pero hay lágrimas ciertas, que riegan la vida,
que brotan del pozo de los amores concretos,
donde lloran heridas por los sueños rotos,
por nombres perdidos y esperanzas truncadas,
por la pasión sin respuesta.
O emergen allá donde la rabia se vuelve sollozo
al no poder, al no saber, al no llegar.
Que mi llanto sea vida y no ficción, aunque duela.
El mismo Dios lloró cuando se asomó al fracaso.

                                                    (José María R. Olaizola, sj)

La Jerusalén de Jesús es la misma ciudad de hoy. El llanto sobre la ciudad es hoy el que siguen derramando tantas personas. La falta de paz la que hoy prolonga un conflicto que parece no tener fin. La resistencia a acoger la Buena Nueva lleva a la destrucción.

Después de dos milenios se mantiene actual el lamento del Señor ante la ciudad de Jerusalén. Es necesario llevar la Paz más allá del propio nombre, e imprescindible detectar aquellos valores que conducen a la paz. Jerusalén ansía la paz pero desconoce al Príncipe de la Paz. 

La tierra del Señor necesita 'reconocer la paz' y saber que viene de y con Él, del 'Príncipe de la Paz' que Gabriel anuncia a María, del que propone sin miedo 'amar a los enemigos' y no levantar la espada contra el hermano. ¿Reconocemos nosotros al Señor? ¿Sabemos que Él viene a salvarnos? ¿Somos capaces de mirarle, de abrir nuestros ojos y seguirle? Con Él todo cambia.


 

La paz es el fruto de la presencia y acción del Espíritu, que equilibra, restaura, vivifica desde dentro, impregnando también, los alrededores de nuestro camino.


 
 
 
 
 
 
La batalla nuestra de cada día

Es una guerra que dura una vida
la que enfrenta, en mí, dos mundos.
Entre el algo y el todo,
entre el «por ahora», y el «para siempre»,
entre «yo» y «Tú»…
La seguridad se enfrenta al riesgo,
las garantías a la confianza,
el ruido a un silencio no siempre poblado,
las pequeñas miserias se oponen al Amor
y el orgullo quiere pisar a la verdad.
Dame, Señor, capacidad para luchar.
Toca pelear cada día,
hasta esa jornada última
en que Tú vencerás por los dos.
Dame fe para no rendir el evangelio,
la bondad, el sacrificio o la cruz.
Dame alegría para sobrellevar
cada revés, cada caída,
cada tormenta.
Yo, por mi parte, aquí estoy,
dispuesto a seguir remando
con mis pocas fuerzas,
con mis pobres brazos.
No sé si basta,
pero hay que intentarlo.

(José María R. Olaizola, sj)
 

 

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