Se compadece

 


«Venid vosotros a solas 
a un lugar desierto a descansar un poco»
(Mc 6,30-34).

Jesús invita a sus discípulos a ir un lugar desierto a descansar. La propuesta se quiebra cuando muchos van a buscarlos. Una multitud desorientada. Jesús no mira para otro sitio. No permanece indiferente. Cambia de plan. Se compadece y se pone a enseñar


El desierto más que un lugar es un estado, es la búsqueda de liberarnos de ruidos, de voces, de exigencias y de reencontrarnos con el Dios que habita la realidad. Jesús detectó el desconcierto y la confusión en muchas vidas. Se compadeció de tanta confusión, de tanto sufrimiento acumulado y se puso a enseñar los caminos que conducen a la paz. Esa paz tan anhelada, que expulsa miedos y temores. ¡Que la paz esté con nosotros!

Para evitar ser engullidos por este mundo vertiginoso y voraz: detén el ritmo, conecta con tu vida interior, con el Dios que te habita, descansa en él, entrégale todos tus agobios. Es con el Señor y en Él donde se descansa. No todo en la vida es hacer, el descanso, el encuentro con Él también forma parte importante de la misión.

“Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos.” La mirada de Jesús marcó muchas de las vivencias con sus discípulos. El evangelista Marcos considera que ninguna comunidad ha de olvidar cómo miraba Jesús a la multitud: era mirada compasiva, pues eran como ovejas sin pastor. Ante el cambio planes, les enseñaba muchas cosas.

Hemos de aprender a mirar a la gente como la miraba Jesús: captando el sufrimiento, la soledad, el desconcierto o el abandono. La compasión se despierta en nosotros cuando miramos atentamente a los que sufren.

 

Las cosas elementales

Gracias, Señor,
por las cosas elementales:
el rayo del sol
que no pregunta;
la sombra de caoba con los brazos extendidos;
la tarde que murió ayer detrás de la montaña
sin oficio de difuntos;
el agua que trabaja su pureza en lo hondo de la sierra;
el aire que limpia mis pulmones mientras duermo;
la tierra viva
generando en las raíces
los frutos y colores…

La mirada transparente como una puerta de cristal;
la mano que disuelve el hastío al estrecharse;
el cántico común
que abre la existencia al nosotros infinito…

La herencia de los siglos,
en el suero que me salva gota a gota,
en el hilo de cobre que trae luz a mi noche,
en el ojo insomne del radar en el espacio,
en la página del libro que sana mi ignorancia
y en los circuitos electrónicos
que me unen al instante
con todo el universo.


(Benjamín González Buelta, SJ)


 

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