Sembrar
Jesús siembra contradicción. Echa demonios, y lo acusan de hacerlo por el poder de Belzebú. Enseña y cura a la muchedumbre, pero no consigue que otros hagan lo mismo. Faltan trabajadores que contagien evangelio. Testigos compasivos del cansancio y abandono de los demás.
Jesús al ver la muchedumbre se compadecía de ella porque andaban como ovejas que no tienen pastor. Se podría decir esto mismo en nuestros días. Pero el Señor no se queda en el problema; busca soluciones. Por eso pide a sus discípulos oración: que el Padre envíe obreros a su mies.
Al ver al pueblo, cansado y abatido, Jesús siente una compasión sin límites. Su mirada es compasiva. ¿Cómo es tu mirada cuando ves el sufrimiento de tantos pequeños afectados por la injusticia? Cultiva la compasión mirando los rostros de la gente. “La vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la misión” (Evangelii Gaudium, 10).
Vivimos tiempos donde parece que se nos olvida que lo importante no es mirarnos el ombligo sino mirar el gran campo que tenemos por delante para anunciar el Evangelio y para eso se necesita caminar y trabajar unidos.
Descubramos que es mies, el espacio en el que vivimos. Es mies las personas con las que estamos. Es mies a lo que dedicamos nuestros días. La misión no depende de la geografía sino de tener una buena noticia que compartir. Le pido al Buen Dios que nos descubramos todos misioneros. No como un título, o una etiqueta, sino como una dedicación apasionada a que la gente, toda la que podamos, sienta que su vida es muy amada.
Señor Jesús, hermano de los pobres,
frente al turbio resplandor de los poderosos
te hiciste impotencia.
Desde las alturas estelares de la divinidad
bajaste al hombre hasta tocar el fondo.
Siendo riqueza, te hiciste pobreza.
Siendo el eje del mundo
te hiciste periferia, marginación, cautividad.
Dejaste a un lado a los ricos y satisfechos
y tomaste la antorcha
de los oprimidos y olvidados,
y apostaste por ellos.
Llevando en alto la bandera de la misericordia
caminaste por las cumbres y quebradas
detrás de las ovejas heridas.
Dijiste que los ricos ya tenían su dios
y que sólo los pobres ofrecen espacios
libres al asombro;
para ellos será el sol y el Reino,
el trigal y la cosecha.
¡Bienaventurados!
Es hora de alzar las tiendas y ponernos en camino
para detener la desdicha y el sollozo,
el llanto y las lágrimas,
para romper el metal de las cadenas
y sostener la dignidad combatiente,
que viene llegando, implacable, el amanecer
de la liberación
en que las espadas serán enterradas
en la tierra germinadora.
Son muchos los pobres, Jesús; son legión.
Su clamor es sordo, creciente, impetuoso
y, en ocasiones, amenazante
como una tempestad que se acerca.
Danos, Señor Jesús, tu corazón sensible
y arriesgado;
líbranos de la indiferencia y la pasividad;
haznos capaces de comprometernos
y de apostar, también nosotros,
por los pobres y excluidos.
Es hora de recoger los estandartes
de la justicia y de la paz
y meternos hasta el fondo de las muchedumbres
entre tensiones y conflictos,
y desafiar al materialismo con
soluciones alternativas.
Danos, oh Rey de los pobres
la sabiduría para tejer una única guirnalda
con esas dos rojas flores:
contemplación y combate.
y danos la corona de la Bienaventuranza. Amén.
P. Ignacio Larrañaga
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