¡Dichosos los que lo captan!





“Te doy gracias, Padre, 
Señor del cielo y de la tierra, 
porque has escondido estas cosas 
a los sabios y a los entendidos, 
y las has revelado a la gente sencilla” (Lc 10, 21). 

Jesús lleno del gozo del Espíritu Santo ora al Padre dándole gracias porque manifiesta el reino a los pobres y humildes, a la gente sencilla.
Pide al Espíritu que te meta en esta oración de Jesús.
Siéntete necesitado de su perdón y de su amor. 

A veces empañamos los designios de Dios con palabras sin sentido; hablamos de grandezas que no entendemos, de maravillas que superan nuestra comprensión.
Pero Él es Dios y siempre va más allá de lo que podamos imaginar.
Humildad y confianza.

Desde la humildad... 'podemos ser vigilantes en la oración, activos en la caridad fraterna y exultantes de alegría en la alabanza...'  (Francisco)


Sea quien sea yo, haga lo que haga, llevas mi nombre en lo más hondo de Ti: mi mejor certeza.


Que nuestra actitud sea estar siempre abiertos al perdón y a la misericordia; seamos sensibles al dolor de los que sufren; estemos dispuestos a vivir desde la clave del amor y el servicio.
Que, contemplando al Maestro, seamos capaces de amar hasta el extremo.

Solo los sencillos de corazón se han dado cuenta de la victoria de la ternura y del amor sobre el orgullo y la suficiencia.
¡Dichosos los que lo captan!

Dame, Señor, un corazón de niño, capaz de abandonarme en las Manos del Padre, como Tú. 
Que busque más servir, que ser servido. 

Concédenos, Señor, tu alegría insobornable.
La diversión tiene precio y propaganda
y sus mercaderes son expertos.
Se alquila la evasión fugaz
con sus rutas exóticas y vanas.
Se bebe el gozo con tarjetas de crédito
y se estruja como un vaso desechable.
Pero tu alegría no tiene precio,
ni podemos seducirla.
Es un don para ser acogido y regalado.

Concédenos, Señor, tu alegría sorprendente.

Más unida al perdón recibido
que a la perfección farisaica de las leyes.
Encontrada en la persecución por el reino,
más que en el aplauso de los jefes.
Crece al compartir lo mío con los otros,
y se muere al acumular lo de los otros como mío.
Se ahonda al servir a los criados de la historia,
más que al ser servidos como maestros y señores.
Se multiplica al bajar con Jesús al abismo humano,
se diluye al trepar sobre cuerpos despojados.
Se renueva al apostar por el futuro inédito,
se agota al acaparar las cosechas del pasado.
Tu alegría es humilde y paciente
y camina de la mano de los pobres.

Concédenos, Señor, la “perfecta alegría”.

La que mana como una resurrección fresca
entre escombros de proyectos fracasados.
La que no logran desalojar de los pobres
ni la cárcel de los sistemas sociales
ni los edictos arbitrarios de los amos.
La decepción más honda y golpeada
no puede blindarnos para siempre
contra su iniciativa inagotable.
Tu alegría es perseguida y golpeada,
pero es inmortal desde tu Pascua.

Concédenos, Señor, la sencilla alegría.

La que es hermana de las cosas pequeñas,
de los encuentros cotidianos
y de las rutinas necesarias.
La que se mueve libre entre los grandes,
sin uniforme ni gestos entrenados,
como brisa sin amo ni codicia.
Tu alegría es confiada y veraz,
ve la más pequeña criatura amada por ti,
con un puesto en tu corazón y en tu proyecto.


Benjamín González Buelta, sj




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