"¿Permito a Dios que me quiera?"
"Dios es Padre y que su paciente fidelidad es más
fuerte que las tinieblas y que la corrupción"
Homilía del Papa Francisco en la Misa Nochebuena
«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande;
habitaban tierras de sombras y una luz les brilló» (Is 9,1). «Un ángel del
Señor se les presentó [a los pastores]: la gloria del Señor los envolvió de
claridad» (Lc 2,9). De este modo, la liturgia de la santa noche de Navidad nos
presenta el nacimiento del Salvador como luz que irrumpe y disipa la más densa
oscuridad. La presencia del Señor en medio de su pueblo libera del peso de la
derrota y de la tristeza de la esclavitud, e instaura el gozo y la alegría.
También nosotros, en esta noche bendita, hemos venido a la
casa de Dios atravesando las tinieblas que envuelven la tierra, guiados por la
llama de la fe que ilumina nuestros pasos y animados por la esperanza de
encontrar la «luz grande». Abriendo nuestro corazón, tenemos también nosotros
la posibilidad de contemplar el milagro de ese niño-sol que, viniendo de lo
alto, ilumina el horizonte.
El origen de las tinieblas que envuelven al mundo se pierde
en la noche de los tiempos.
Pensemos en aquel oscuro momento en que fue cometido el
primer crimen de la humanidad, cuando la mano de Caín, cegado por la envidia,
hirió de muerte a su hermano Abel (cf. Gn 4,8).
También el curso de los siglos ha estado marcado por la
violencia, las guerras, el odio, la opresión. Pero Dios, que había puesto sus
esperanzas en el hombre hecho a su imagen y semejanza, aguardaba pacientemente.
Esperó durante tanto tiempo, que quizás en un cierto momento hubiera tenido que
renunciar. En cambio, no podía renunciar, no podía negarse a sí mismo (cf. 2 Tm
2,13). Por eso ha seguido esperando con paciencia ante la corrupción de los
hombres y de los pueblos.
A lo largo del camino de la historia, la luz que disipa la
oscuridad nos revela que Dios es Padre y que su paciente fidelidad es más
fuerte que las tinieblas y que la corrupción. En esto consiste el anuncio de la
noche de Navidad. Dios no conoce los arrebatos de ira y la impaciencia; está
siempre ahí, como el padre de la parábola del hijo pródigo, esperando atisbar a
lo lejos el retorno del hijo perdido.
La profecía de Isaías anuncia la aparición de una gran luz
que disipa la oscuridad. Esa luz nació en Belén y fue recibida por las manos
tiernas de María, por el cariño de José, por el asombro de los pastores. Cuando
los ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento del Redentor, lo hicieron
con estas palabras: «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). La «señal» es la humildad de Dios
llevada hasta el extremo; es el amor con el que, aquella noche, asumió nuestra
fragilidad, nuestros sufrimientos, nuestras angustias, nuestros anhelos y
nuestras limitaciones. El mensaje que todos esperaban, que buscaban en lo más profundo
de su alma, no era otro que la ternura de Dios: Dios que nos mira con ojos
llenos de afecto, que acepta nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra
pequeñez.
Esta noche santa, en la que contemplamos al Niño Jesús
apenas nacido y acostado en un pesebre, nos invita a reflexionar. ¿Cómo
acogemos la ternura de Dios? ¿Me dejo alcanzar por él, me dejo abrazar por él,
o le impido que se acerque? «Pero si yo busco al Señor» –podríamos responder–.
Sin embargo, lo más importante no es buscarlo, sino dejar que sea él quien me
encuentre y me acaricie con cariño. Ésta es la pregunta que el Niño nos hace
con su sola presencia: ¿permito a Dios que me quiera?
Y más aún: ¿tenemos el coraje de acoger con ternura las
situaciones difíciles y los problemas de quien está a nuestro lado, o bien
preferimos soluciones impersonales, quizás eficaces pero sin el calor del
Evangelio? ¡Cuánta necesidad de ternura tiene el mundo de hoy!
La respuesta del cristiano no puede ser más que aquella que
Dios da a nuestra pequeñez. La vida tiene que ser vivida con bondad, con
mansedumbre. Cuando nos damos cuenta de que Dios está enamorado de nuestra
pequeñez, que él mismo se hace pequeño para propiciar el encuentro con
nosotros, no podemos no abrirle nuestro corazón y suplicarle: «Señor, ayúdame a
ser como tú, dame la gracia de la ternura en las circunstancias más duras de la
vida, concédeme la gracia de la cercanía en las necesidades de los demás, de la
humildad en cualquier conflicto».
Queridos hermanos y hermanas, en esta noche santa contemplemos
el misterio: allí «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande» (Is
9,1). La vio la gente sencilla, dispuesta a acoger el don de Dios. En cambio,
no la vieron los arrogantes, los soberbios, los que establecen las leyes según
sus propios criterios personales, los que adoptan actitudes de cerrazón.
Miremos al misterio y recemos, pidiendo a la Virgen Madre: «María, muéstranos a
Jesús».
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