«Se puso Jesús a recriminar a las ciudades
donde había hecho la mayor parte de sus
milagros,
porque no se habían convertido »
(Mt 11, 20-24)
Somos incapaces de ver y sentir las bondades de Dios.
Gestos, palabras y fundamentalmente personas que son
auténticos signos de su presencia en nuestra vida.
Eduquemos la mirada, abramos el corazón para que Él nos transforme.
Los milagros no son acontecimientos extraordinarios,
desafíos a las leyes de la naturaleza, sucesos increíbles.
El milagro es el paso silencioso de Dios por nuestra
historia, tras cada acontecimiento, en medio de las dificultades.
Lo vemos si acogemos y creemos.
Dios llama e invita siempre a la conversión y envía a su
Hijo para hacernos más fácil el camino.
Él nos enseña a entregar confiadamente la frustración, el desencanto, el dolor a Quien lo puede transformar en algo nuevo.
Qué bueno dar cada día gracias a Jesucristo, por quien
nos han venido todos los bienes, que ha entregado su vida por nosotros y nos
ofrece su amistad.
El que vive agradecido también vive contento y puede llevar alegría a los que le rodean.
Que la Virgen, que en el Magníficat, cantó todas las grandezas que Dios hizo en su vida nos ayude a reconocer los dones que Dios nos regala y nos enseñe a vivir en conformidad con la gracia.
Oración de la Interioridad
¡Tarde te amé
belleza tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!
El caso es que Tú estabas dentro de mí y yo fuera.
Y fuera te andaba buscando y, como un engendro
de frialdad, me abalanzaba sobre la belleza de tus
criaturas.
Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo.
Pero me tenían prisionero lejos de ti aquellas cosas
que, si no existieran en ti, serian algo inexistente.
Me llamaste, me gritaste, y desfondaste mi sordera.
Relampagueaste, resplandeciste,
y tu resplandor disipó mi ceguera.
Exhalaste tus perfumes,
respiré hondo, y suspiro por ti.
Te he paladeado, y me muero de hambre y de sed.
Me has tocado, y ardo en deseo de tu paz
San Agustín
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