Conversión

 

"Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado."
 
 (Lc 10,13-16).

 

 Las palabras de Jesús a las ciudades vecinas de Corazaín,Betsaida y Cafarnaún no es una amenaza ni suena a condena. Es una llamada a acoger la gracia, la fe en Dios.
El orgullo, la altanería, la soberbia, llevan al abismo. Todas las virtudes tienen su fundamento en la humildad. Sin ella, dejan de ser lo que son. Por eso, la vida cristiana comienza a ser de verdad a partir de la humildad.


Tenemos que ser conscientes que tenemos que hablar de Él, mostrarle a Él. Si hablamos en su nombre no tenemos que proponer nuestras ideas, interpretaciones, pareceres... tenemos que comunicar y mostrar lo que Él propone, lo que Él dice, lo que Él desea.Si le escuchan a Él a través de nuestro testimonio tenemos que ser fieles a Él y su Palabra. 

Se transmite con la vida lo que nace de un corazón que se ha dejado llenar y hacer por Dios, y eso sucede cuando el encuentro con el Amor ha sido tan inmenso que no puede retenerlo dentro y hay que dar ese Amor para que sea amado.


Escuchar es abrirse a una realidad que nos trasciende. Unas palabras que nos construyen. Un sentido que nos abraza. Escuchar a otros tocados por la gracia, es acoger a un Dios que se hace cercano, audible y humano. Un Dios que se comunica y nos invita a hablar de Él.

Gracias Jesús por unirte tan definitivamente con cada persona. Pones tu destino en nuestras manos. Si nuestra vida traduce tu amor, te alegras y felicitas. Como en la vida de san Francisco de Asís. Si nuestro rechazo aleja a los demás de la fe, de la acogida, del cariño, lo sufres y sigues esperando paciente nuestro despertar.

Jesús se hace uno con nosotros para acercarnos al Padre. Pone en nuestros labios sus palabras, que también son las palabras del Padre. Abre los oídos del corazón a la Palabra. Guárdala, mastícala y amásala en tu interior, como María. Ofrécela, con Ella, sencillamente a los hermanos. 

¡Salve, Señora, santa Reina,
santa Madre de Dios, María,
virgen hecha Iglesia,
elegida por el santísimo Padre del cielo,
consagrada por Él con su santísimo Hijo amado,
y el Espíritu santo Defensor,
en ti estuvo y está toda la plenitud de la gracia
y todo bien!
¡Salve, palacio de Dios!¡Salve, tabernáculo suyo!
¡Salve, casa suya!
¡Salve, vestidura suya!
¡Salve, esclava suya!
¡Salve, Madre suya!
Y, ¡salve, todas vosotras santas virtudes,
que, por la gracia e iluminación del Espíritu Santo,
sois infundidas en los corazones de los fieles,
para hacerlos, de infieles, fieles a Dios!

San Francisco de Asís 



 


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