Hoy el evangelio nos recuerda que, lo que importa no es cómo nos ven los demás, sino cómo nos ve Dios. Ninguno de nosotros, tenemos motivo de buscar nuestros logros espirituales; de despreciar a nuestros compañeros.
La parábola del fariseo y el publicano nos pone ante una paradoja. Si yo me considero solo publicano, pronto diré: «Gracias, Señor, porque soy un publicano, no como esos fariseos» (le he dado la vuelta a la soberbia y ahora soy yo quien me considero mejor). En realidad nunca eres uno u otro. Dentro se te pelean los dos.
Cristo nos pide que nos acerquemos a su corazón como niños, agradeciendo los dones que nos ha dado, y con humildad para reconocer nuestras faltas Todos nos acercamos al trono de la gracia con las manos vacías. Es tan liberador ponernos de frente ante nuestra verdad. La humildad es andar en verdad. Y ponernos delante de Dios y mostrarle nuestra fragilidad, nuestros defectos, nuestras mentiras, nuestro pecado, es el ejercicio de máxima confianza. Contigo no necesitamos mostrarte logros y éxitos. Tú lo sabes todo. Sabes que te queremos, sabes que queremos amar bien. Lo que somos tan pequeñitos que nos da miedo casi todo. Herir, defraudar, fallar, que nos dejen de querer, la soledad, el sufrimiento, la enfermedad. La vida duele, pero encontrarnos con tu misericordia es fuente de alegría desbordante.
Jesús nos da un mensaje poderoso: no es ostentando nuestros méritos como nos salvamos, ni ocultando nuestros errores, sino presentándonos honestamente, tal como somos, ante Dios, ante nosotros mismos y ante los demás, pidiendo perdón y confiando en la gracia del Señor.
Señor, dame la gracia de tener un corazón humilde y misericordioso que siempre busque la justicia y la compasión. Que no olvide, que Tú estás en mi vida y te muestro en mis acciones hacia los demás. Amén
Rezar mucho no basta para ser escuchado. El Evangelio de hoy nos presenta dos formas de enfrentarse a la oración de dos tipos de creyentes. Uno es ignorado y el otro escuchado. Uno está erguido, altanero; mientras que el otro se queda atrás, no se atreve a levantar los ojos al cielo y se golpea el pecho. No es sobre la postura externa sobre lo que nos está hablando el texto, obviamente, sino sobre la disposición del corazón. Podemos presentarnos ante Dios de tú a tú, orgullosos de nuestras buenas obras y llenos de juicios contra nuestros hermanos o con un corazón quebrantado y humillado como canta el Miserere. No son nuestros méritos los que nos salvan, es su misericordia.
La mirada de Dios es diametralmente opuesta a la nuestra: nos sigue llamando la atención los de arriba, los importantes, los autosuficientes. Sin embargo, Dios atiende a los pequeños, los más vulnerables y humildes. Se cumple así el conocido proverbio, anticipado en el Magnificat
GRACIAS, PORQUE SOY COMO LOS DEMÁS HOMBRES
Te doy gracias Señor,
porque soy como los demás hombres.
Intento estar seguro de mí
ante tu ausencia,
cuadro mi contabilidad
para no ser sorprendido
al final de la jornada.
Me comparo con los otros
y miro desde arriba
a los que juzgo pecadores,
y en la comparación, no en ti,
he puesto mi seguridad.
También yo tengo elaboradas
condenas de moda,
publicanos al servicio
de los que imponen su imperio,
pero escondo en la ambigüedad
mis pecados de siempre,
radicales trampas contigo,
abismales cortes con el otro.
También yo tengo mis seguros
de ahorros y diezmos,
pequeñas monedas al contado
con las que pretendo negociar
la falta de entrega a tu misterio.
También yo salgo satisfecho
de oírme a mí mismo
de pie en el centro del templo.
Como los demás hombres,
ya puedo abrirme a tu perdón
dándome golpes de pecho
al lado del publicano.
(Benjamín González Buelta, SJ)





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