"Testigos
En el desierto de nuestras vidas, a menudo encontramos el Cordero de Dios, aquel que quita nuestros pecados y nos guía. ¿Reconocemos la presencia divina en lo cotidiano?
Juan señala al Salvador del mundo. Él será quién acabe con el pecado de todos, no de forma mágica o ficticia sino ocupando nuestro lugar en la condena por el pecado. Sólo el amor infinito puede explicar su sacrificio por nuestra redención. Siendo salvados, señalemos al Salvador.
El pecado es la falta de amor, de encuentro, de alegría. El pecado es el aislamiento, el juicio, la sentencia. Es condenar, es el rechazo, es la violencia ejercida de forma sistemática. Jesús es el que opta por amar radicalmente a todo lo humano. Quita el pecado del mundo porque es capaz de poner amor ahí donde no lo hay. Aprendamos de Él, nosotros que todavía no estamos sanados del todo y todavía hay muchos a los que nos cuesta amar.
Juan el Bautista era un profeta que tenía una relación cercana con Dios. Su testimonio de que Jesús es el Hijo de Dios es una confirmación de la identidad de Jesús como el Salvador del mundo. El testimonio siempre es fruto de un encuentro transformador. Juan nunca lo va a olvidar, siempre lo va a anunciar. Juan reconoce a Jesús porque sobre él baja el Espíritu Santo. Eso es lo que ve y da testimonio. Un Espíritu que baja a nosotros en el bautismo y que está con nosotros en todo momento. Dejarlo actuar. Descubrirlo en nuestro día a día. Confiar en él.
No solo vemos a través de los ojos. Aprendamos a sintonizar nuestro corazón con el Espíritu para reconocer su presencia en medio de nuestra realidad cotidiana y poder así dar testimonio de ello.
La palabra de hoy es ‘testigos’. Ser testigos requiere conocer, haber tenido un encuentro con Aquel del que voy a dar testimonio. Los encuentros transforman, así son testimonios verdaderos. Facilitemos nuestro encuentro con Él para dar testimonio verdadero de Él
¿Soy consciente de que ni mis proyectos ni yo tienen por qué gustar a todo el mundo… pero los defiendo porque creo en ellos y en mí?.
Buscaba un nombre
que pudiera describir lo absoluto,
que se elevara sobre todo nombre.
Un nombre para definir a los humanos,
para llamar a Dios.
Buscaba un nombre
que pudieran pronunciar, con júbilo,
niños y viejos,
que evocase los instantes
más importantes de cada historia.
Buscaba un nombre
que dejase callados a los malos poetas
y soltase la lengua de los hombres rudos,
que se tradujese en besos,
en abrazos,
en gestos de compasión,
en manos limpiando heridas,
en llanto fecundo,
en canciones eternas,
en silencios vivos.
Desechó muchos nombres
que encorsetaban la vida en leyes,
cálculos y méritos. Y otros tantos
que exigían aplausos, reverencia o miedo.
Arrojó por la borda proclamas absurdas,
palabras vacías, promesas efímeras.
Al final lo encontró.
Y el nombre se hizo verbo,
y el Verbo se hizo hombre,
y habitó entre nosotros.
José María R. Olaizola sj.
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