“Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco” (Mc 1,7-11)
“No lavó el agua a
Cristo, sino que fue ella la purificada… Quien es bautizado no es lavado por el
agua del mundo, sino purificado por la ola de Cristo, que quiso ser bautizado,
no para buscar su limpieza, sino para purificar el agua en favor nuestro”. (MáximoTurín)
No sólo con agua.
Es el bautismo del Espíritu.
El que nos limpia del pecado y nos regala la vida.
El que nos hace hijos amados en el Hijo.
Es señalado por Dios como Hijo cuando está entre los hombres y mujeres de este
mundo.
Es manifestado en medio del mundo, al lado de los más necesitados, como
'predilecto', especial, elegido, enviado, amado. No lo escondamos.
Jesús es consagrado a un servicio para todos los hombres: un servicio de
salvación, de liberación, de justicia.
La complacencia expresada por el Padre hacia él en el Bautismo está motivada
precisamente por la disponibilidad y obediencia de Jesús en la aceptación de
este servicio.
Jesús es el Hijo amado.
El que pasó haciendo el bien, curando a los enfermos y liberando a los
oprimidos.
Como hijos de Dios estamos llamados a hacer lo mismo.
El Padre Eterno nos reconoce en la Santa Humanidad de Jesucristo, y por medio
del Bautismo, nos devuelve lo que el pecado nos robó, haciéndonos, a imagen de
su Hijo, sacerdotes, profetas y reyes, Hijos suyos y Templos vivos del Espíritu
Santo.
Con qué enorme dignidad somos ungidos en el bautismo.
Qué precioso momento en el que se nos reconoce como hijos amados del Padre.
Qué don tan inmenso que el cielo se abra para que el Espíritu Santo nos
revista y sea para siempre nuestro guía, defensor y baluarte.
Gracias.
«Tú
eres mi Hijo amado; en ti me complazco».
Aunque nos alejemos de él o le olvidemos, él no dejará de amarnos.
Nos tiene tatuados en su corazón.
“Te he llamado por tu Nombre…” (Is 43, 1)
Señor, tú has grabado mi nombre en la
palma de tu mano para no olvidarme, y me has sellado en la frente con el don de
tu Espíritu. Me has llamado “hijo amado”, y aun conociendo mi pecado has puesto
en mí tu complacencia.
Hazme recordar
siempre que soy hijo tuyo cuando vea que mis limitaciones y pecados afean la
hermosura de tu imagen en mi ser, para que así yo sea lavado en las aguas de tu
perdón.
Cuando mi espíritu
se apague ante mis tristezas o al desaliento ante un mundo lejano a tu
proyecto, que yo recuerde que porto tu Espíritu que es agua y fuego para
encender mi esperanza y dar vida aún en el desierto.
Que el don de mi
bautismo me haga estar cada día más unido a Cristo Jesús, tu Hijo y mi Señor,
para que al final de mi vida se pueda decir: “éste también era hijo de Dios”.
Amén.
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