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Creados para la vida






“...para que donde estoy yo, estéis también vosotros” 
(Jn 14, 3) 
Jesús promete a los que le confiesan como Camino Verdad y Vida una morada en la casa de su Padre. 
Junto a él la eternidad. Jesús quiere que vivamos con paz y alegría en la tierra.
Dale tu mano, cree en él y te colmará con la verdadera felicidad. 

Señor, quiero vivir en la tierra aspirando a los bienes del cielo.
Que un día conozca tu Don, y lo que es el Cielo.


Hoy celebramos la “Conmemoración de los fieles difuntos”.
La Iglesia recuerda y pide hoy por todos aquellos que han pasado a la casa del Padre.
Si hay algo en lo que todos coincidimos es en el hecho de la muerte.
La muerte es el paso de esta vida a la otra.
La muerte es el paso necesario para que la nueva vida brote primaveral.
La muerte no es un morir y desaparecer y luego volver a nacer.
La muerte es la continuación de la vida que ya llevamos dentro.
Jesús lo dijo:
Es necesario que el grano muera para que esa semillita de vida que lleva dentro pueda brotar.
Si el grano no muere, se pudre, no puede brotar el tallo y no puede haber espiga.
“El que come mi carne tiene vida eterna”.
No dice que tendrá, sino que, desde ya somos portadores de la vida eterna, como el grano es portador de la espiga.
Y sin embargo, la muerte siempre será para nosotros un misterio.
Todos sabemos que hemos de morir.
No obstante, cuando llega el momento de algún ser querido, inmediatamente “nos lamentamos”, quejándonos a Dios de que ha “permitido su muerte”.
Es lo mismo que le sucedió a María:
“Si hubieses estado aquí, mi hermano no hubiera muerto”.
Es como decirle: tú eres el culpable de la muerte de mi hermano.
¿No es esto lo que nosotros le decimos a Dios cuando perdemos a un ser querido?
Mientras Dios lo está llamando a la vida, nosotros pensamos en Dios que permite la muerte.
Dios permite la muerte como paso a la vida.
Por eso es entonces que Jesús acude a la fe.
“Pero aun ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá”.
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muero vivirá; y el que cree en mí, no morirá para siempre”.
Nos movemos en el campo de los sentimientos humanos.
Pero también en el campo de las iluminaciones de la fe.
Para el que cree en Jesús, la muerte nunca es muerte.
Para el que cree en Jesús, la muerte termina en vida.
Por eso, la muerte es un nuevo nacimiento.
Mientras el niño está en el vientre materno se siente bien, en su propio clima.
Para él “nacer” es como un “morir”.
Mientras él se siente amenazado de vida, se siente también amenazado de muerte.
Mientras para él nacer es morir, los que lo esperan, están pensando en un nacimiento.
La muerte, vista desde la fe, no es muerte, sino vida.
La muerte, vista desde la fe, no es sino el paso a la vida plena de Dios.
Por eso me gusta la oración de Jesús en la Ultima Cena: “Padre, este es mi deseo, que aquellos que me diste, están junto a mí donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste antes de la creación del mundo”.
Jesús contempló su muerte, no como un desaparecer, sino como una glorificación: “Ahora el Hijo del hombre será glorificado”.
Y esto es lo que tendríamos que decir nosotros ante nuestra muerte y la muerte de los seres queridos: “Ahora somos glorificados y Dios es glorificado en nosotros”.

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