Después del tiempo de Pascua llega el tiempo ordinario. Y lo hacemos de la mano de María, madre de la Iglesia. Ella es la que nos acompaña en todas nuestras cruces, como acompañó a Jesús. Es la presencia discreta que anima e impulsa nuestras vidas para que se haga real, en nosotros, todo lo que celebramos en Pascua. Que las muertes no son lo definitivo. Que el amor es más fuerte que la soledad. Que la vida es maravillosa. Que hoy tenemos al Espíritu Santo como motor inspirador de lo que somos.
María nos regala a Jesús; y con Él su amor, su paz, su alegría. “La Iglesia lleva a Jesús: ¡Este el centro de la Iglesia, llevar a Jesús! Si hipotéticamente, alguna vez sucediera que la Iglesia no lleva a Jesús, ¡esta sería una Iglesia muerta! La Iglesia debe llevar la caridad de Jesús, el amor de Jesús” (Papa Francisco).
Jesús de Nazaret nos lo da todo; nos da hasta su propia madre. Ella es la bienaventurada del Señor, madre de todos los hombres y mujeres, necesitados como los niños, del refugio y amparo maternal. Ella nos toma de la mano para conducirnos a su Hijo formando la comunidad eclesial.
Al pie de la Cruz, María recibe a Juan como hijo, y Juan a María como Madre. Un intercambio donde Jesús nos ofrece los cuidados de su madre a todos los discípulos, a la Iglesia. María se queda con nosotros para acompañarnos y llevarnos a Jesús.
La mirada de María nos cuida, el Corazón de María habla de nosotros a Dios, y las manos de María nos sostienen y nos llevan a Jesús.
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