La mesa de la fraternidad

 


«No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. 
No he venido a llamar a los justos, 
sino a los pecadores a que se conviertan.» 
(Lc. 5, 27-32)

Esa es la esencia del Evangelio. Una locura de amor que se da incluso cuando el otro no se lo merece. No es un premio Jesús, ni el sacramento de la Eucaristía para los buenos e intachables. Sino medicina para el alma de los que se saben limitados y enfermos.

Jesús ve al publicano Levi. No repara en su condición social, ni lo juzga por lo que está haciendo. Mira su disponibilidad para dejarlo todo. Su generosidad en el compartir. Su necesidad de cambiar. ¿Cómo miró a los demás? ¿Les digo que busquen ayuda o soy ayuda?

Jesús busca a los pecadores para redimirlos con su misericordia. ¿Y tú, practicas la misericordia también con tus hermanos?

La lógica del enemigo nos aísla en pequeños grupos que se creen buenos y justos La lógica de la fraternidad nos acerca a todos para descubrir que en cada ser humano hay una posibilidad de bien. ¿Con quién nos sentamos nosotros a la mesa?

La alegría del encuentro con Jesús siempre nos invita a descubrir la alegría del encuentro con los demás. Cuando estamos juntos la fiesta está asegurada, lo de menos es lo que haya en la mesa.

Dios ve lo bueno de cada persona, su potencial humano, su chispa divina. No mira apariencias sino el corazón. Nosotros fácilmente etiquetamos y descartamos. Qué suerte que no ha venido a buscar a los justos, los puros, sino a rescatar a los pecadores, a sanar lo que está enfermo.

 Jesús, ayúdanos a compartir con los demás no solo las cosas externas sino lo que a cada uno nos has regalado y llevamos dentro. A veces, tú lo sabes, nos cuesta abrir de par en par el corazón.

 

Padre misericordioso,

Tú cuidas de todos los pequeños de la tierra

y quieres que cada uno sea signo e instrumento

de tu bondad con los demás.

Tú brindas tu amor a todo hijo herido por el pecado

y quieres unirnos a unos con otros con vínculos de fraternidad.

Perdóname, Señor, si he cerrado las manos

y el corazón al indigente que vive a mi lado,

pobre de bienes o privado del Bien.

Todavía no he comprendido que tu Hijo

ha venido a sentarse a la mesa de los pecadores;

me he creído mejor que los demás.

Por esta razón soy yo el pecador.

Haz que resuene tu voz en mi corazón,

llámame ahora y siempre, oh Dios.

Abandonando las falsas seguridades,

quiero levantarme para seguir a Cristo en una vida nueva.

Y será fiesta.


 

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