“El publicano bajó a su casa justificado, 
y el fariseo no”. 
(Lc 18, 9-14).

"Dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás..." ¿Han leído este evangelio los que dicen ser creyentes e insultan, faltan al respeto, generan bronca...?

Decía Santa Teresa: “El cimiento de la oración va fundado en la humildad, y mientras más se abaja un alma en la oración, más la sube Dios”.

"Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido". La humildad de reconocer los errores. Humildad sincera que abre la vida de par en par ante Dos que la da. El reconocimiento del pecado sabiendo la misericordia que puede transformarlo, una humildad que no exige, que agradece aunque sólo sea una mirada.


Si los demás son un motivo de comparación, el riesgo puede ser el fariseísmo. Creerse mejor que los demás porque el comportamiento es el correcto en la medida de la norma, que no del corazón. La mirada que se dirige a los otros se puede olvidar de mirar a sí mismo.

"Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido." Nos pasamos la vida construyendo nuestro museo de trofeos, logros, triunfos, éxitos. Y nos entristece todo lo relacionado con el fracaso, hacer el ridículo, recibir críticas, o vivir el rechazo. Jesús vivió las dos situaciones y nos enseña a vivirlas. Ni somos más por tener aplausos, ni somos menos porque molestemos y nos condenen. Somos lo que Dios dice de nosotros: sus hijos.


De fariseos y publicanos

A veces al rezar te sale el fariseo que llevas dentro. Y entonces te apropias un poco de Dios, y le dices: «soy de los tuyos», pero en realidad lo que le estás diciendo es: «Tú eres de los míos». Y, veladamente, se te cuela la mirada por encima del hombro a los otros, los que no creen, o creen de manera distinta; los que celebran distinto que tú; los que sobre los diferentes problemas se sitúan en otro lugar, tienen otras opiniones o perspectivas. Arrugas la nariz, por dentro, aunque por fuera tu rostro sea plácido y sereno. Te sientes más verdadero en tus convicciones, y les detestas un poco –aunque jamás utilizarías el verbo detestar– porque no son como tú.


A veces, al rezar asoma el publicano. Y entonces dices a Dios, con una mezcla de pesar y aceptación, dolor y confianza: «Esto es lo que hay». Y lo dices sin reto ni rendición, sin arrogancia ni ego. Entonces expresas, desde lo hondo, que no puedes, que no sabes, que no alcanzas, pero que aun así, caminas, confiando en que con tu barro él sabrá qué hacer. Y ofreces tu amor, a veces ensombrecido por el egoísmo; y tus manos vacilantes, y tus dudas. Y, en tu fragilidad tan absoluta, la oración se vuelve abrazo.

José María Rodríguez Olaizola, sj

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