“Agradecer y pedir perdón”
Te Deum de fin de año
Queridos hermanos y hermanas,
La Palabra de Dios nos introduce hoy, de forma
especial, en el significado del tiempo, en el comprender que el tiempo no es
una realidad extraña a Dios, simplemente porque Él ha querido revelarse y
salvarnos en la historia, en el tiempo.
El significado del tiempo, la temporalidad, es la
atmósfera de la epifanía de Dios, es decir, de la manifestación del misterio de
Dios y de su amor concreto. En efecto, el tiempo es el mensajero de Dios, como
decía san Pedro Fabro.
La liturgia de hoy nos recuerda la frase del apóstol
Juan: «Hijos míos, ha llegado la última hora» (1Jn 2,18), y la de San Pablo,
que nos habla de «la plenitud del tiempo» (Ga 4,4).
Por lo que el día de hoy nos manifiesta cómo el tiempo
que ha sido – por decir así – ‘tocado’ por Cristo, el Hijo de Dios y de María,
y ha recibido de Él significados nuevos y sorprendentes: se ha vuelto ‘el
tiempo salvífico’, es decir, el tiempo definitivo de salvación y de gracia.
Y todo esto nos invita a pensar en el final del camino de
la vida, al final de nuestro camino.
Hubo un comienzo y habrá un final, «un
tiempo para nacer y un tiempo para morir», (Eclesiastés 3,2).
Con esta verdad, bastante simple y fundamental, así como
descuidada y olvidada, la santa madre Iglesia nos enseña a concluir el año y
también nuestros días con un examen de conciencia, a través del cual volvemos a
recorrer lo que ha ocurrido; damos gracias al Señor por todo el bien que hemos
recibido y que hemos podido cumplir y, al mismo tiempo, volvemos a pensar en
nuestras faltas y en nuestros pecados:
Agradecer y pedir perdón.
Es lo que hacemos también hoy al terminar el año.
Alabamos al Señor con el himno del Te Deum y al mismo
tiempo le pedimos perdón.
La actitud de
agradecer nos dispone a la humildad, a reconocer y a acoger los dones del
Señor.
El apóstol Pablo resume, en la Lectura de estas Primeras
Vísperas, el motivo fundamental de nuestro dar gracias a Dios: Él nos ha hecho
hijos suyos, nos ha adoptado como hijos.
¡Este don inmerecido nos llena de una gratitud colmada de
estupor!
Alguien podría decir:
‘Pero ¿no somos ya todos hijos suyos, por el hecho mismo
de ser hombres?’.
Ciertamente, porque Dios es Padre de toda persona que
viene al mundo.
Pero sin olvidar que somos alejados por Él a causa del
pecado original que nos ha separado de nuestro Padre: nuestra relación filial
está profundamente herida.
Por ello Dios ha enviado a su Hijo a rescatarnos con el
precio de su sangre. Y si hay un rescate es porque hay una esclavitud. Nosotros
éramos hijos, pero nos volvimos esclavos, siguiendo la voz del Maligno.
Nadie nos rescata
de aquella esclavitud substancial sino Jesús, que ha asumido nuestra carne de
la Virgen María y murió en la cruz para liberarnos, liberarnos de la esclavitud
del pecado y devolvernos la condición filial perdida.
La liturgia de hoy recuerda también que «en el principio
– antes del tiempo – era la Palabra… y la Palabra se hizo hombre’ y por ello
afirma san Ireneo:
Éste es el motivo
por el cual la Palabra se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para
que el hombre, entrando en comunión con la Palabra y recibiendo así la
filiación divina, se volviera hijo de Dios ( Adversus haereses, 3,19-1: PG
7,939; cfr Catecismos de la Iglesia Católica, 460).
Al mismo tiempo, el don mismo por el que agradecemos es
también motivo de examen de conciencia, de revisión de la vida personal y
comunitaria, del preguntarnos:
¿cómo es nuestra forma de vivir?
¿Vivimos como hijos o vivimos como esclavos?
¿Vivimos como personas bautizadas en Cristo, ungidas por
el Espíritu, rescatadas, libres? O ¿vivimos según la lógica mundana,
corrupta, haciendo lo que el diablo nos hace creer que es nuestro interés?
Hay siempre en nuestro camino existencial una tendencia a
resistirnos a la liberación; tenemos miedo de la libertad y, paradójicamente,
preferimos más o menos inconcientemente la esclavitud.
La libertad nos
asusta porque nos pone ante el tiempo y ante nuestra responsabilidad de vivirlo
bien.
La esclavitud, en cambio, reduce el tiempo a ‘momento’ y
así nos sentimos más seguros, es decir, nos hace vivir momentos desligados de
su pasado y de nuestro futuro.
En otras palabras, la esclavitud nos impide vivir plena y
realmente el presente, porque lo vacía del pasado y lo cierra ante el futuro,
frente a la eternidad.
La esclavitud nos
hace creer que no podemos soñar, volar, esperar.
Decía hace algunos días un gran artista italiano que para
el Señor fue más fácil quitar a los israelitas de Egipto que a Egipto del
corazón de los israelitas.
Habían sido liberados ‘materialmente’ de la esclavitud,
pero durante el camino en el desierto con varias dificultades y con el hambre,
comenzaron entonces a sentir nostalgia de Egipto cuando ‘comían… cebollas y
ajo’ (cfr Num 11,5); pero se olvidaban que comían en la mesa de la esclavitud.
En nuestro corazón se anida la nostalgia de la
esclavitud, porque aparentemente nos da más seguridad, más que la libertad, que
es muy arriesgada.
¡Cómo nos gusta estar enjaulados por tantos fuegos
artificiales, aparentemente muy lindos, pero que en realidad duran sólo pocos
instantes!
¡Y Éste es el
reino del momento, esto es lo fascinante del momento!
De este examen de conciencia depende también, para
nosotros los cristianos, la calidad de nuestro obrar, de nuestro vivir, de nuestra
presencia en la ciudad, de nuestro servicio al bien común, de nuestra
participación en las instituciones públicas y eclesiales.
Por tal motivo, y siendo Obispo de Roma, quisiera
detenerme sobre nuestro vivir en Roma, que representa un gran don, porque
significa vivir en la ciudad eterna, significa para un cristiano, sobre todo,
formar parte de la Iglesia fundada sobre el testimonio y sobre el martirio de
los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.
Y por lo tanto,
también por ello rendimos gracias al Señor.
Pero, al mismo tiempo, representa una responsabilidad.
Y Jesús dijo:
«Al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más».
(Lc 12,48)
Por lo tanto, preguntémonos: en esta ciudad, en esta
Comunidad eclesial, ¿somos libres o somos esclavos, somos sal y luz?
¿Somos levadura? O ¿estamos apagados, sosos, hostiles,
desalentados, irrelevantes y cansados?
Sin duda, los graves hechos de corrupción, emergidos
recientemente, requieren una seria y consciente conversión de los corazones,
para un renacer espiritual y moral, así como para un renovado compromiso para
construir una ciudad más justa y solidaria, donde los pobres, los débiles y los
marginados estén en el centro de nuestras preocupaciones y de nuestras acciones
de cada día.
¡Es necesaria una
gran y cotidiana actitud de libertad cristiana para tener el coraje de
proclamar, en nuestra Ciudad, que hay que defender a los pobres, y no
defenderse de los pobres, que hay que servir a los débiles y no servirse de los
débiles!
La enseñanza de un simple diácono romano nos puede
ayudar.
Cuando le pidieron a San Lorenzo que llevara y mostrara
los tesoros de la Iglesia, llevó simplemente a algunos pobres.
Cuando en una ciudad se cuida, socorre y ayuda a los
pobres y a los débiles a promoverse en la sociedad, ellos revelan el tesoro de
la Iglesia y un tesoro en la sociedad.
Pero, cuando una sociedad ignora a los pobres, los
persigue, los criminaliza, los obliga a ‘mafiarse’, esa sociedad se empobrece
hasta la miseria, pierde la libertad y prefiere ‘el ajo y las cebollas’ de la
esclavitud, de la esclavitud de su egoísmo, de la esclavitud de su
pusilanimidad y esa sociedad deja de ser cristiana.
Queridos hermanos y hermanas, concluir el año es
volver a afirmar que existe una ‘última hora’ y que existe ‘la plenitud del
tiempo’.
Al concluir este año, al dar gracias y al pedir perdón,
nos hará bien pedir la gracia de poder caminar en libertad para poder reparar
los tantos daños hechos y poder defendernos de la nostalgia de la esclavitud, y
no ‘añorar’ la esclavitud.
Que la Virgen Santa, la Santa Madre de Dios, que está en
el corazón del templo de Dios – cuando la Palabra – que era en el principio –
se hizo uno de nosotros en el tiempo, Ella que ha dado al mundo al Salvador,
nos ayude a acogerlo con el corazón abierto, para ser y vivir verdaderamente
libres, como hijos de Dios.
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