…”Dichosos los invitados a la mesa del Señor”…
…Quien sabe olvidarse y perderse en la
ofrenda de sí mismo, quien puede sacrificar “gratuitamente” su corazón, es un
hombre perfecto. En el lenguaje bíblico, poderse dar, poder entregarse, poder
llegar a ser “pobre”, significa estar cerca de Dios, encontrar la propia vida
escondida en Dios; en una palabra, esto es el cielo. Girar sólo alrededor de
uno mismo, atrincherarse y hacerse fuerte significa, por el contrario,
condenación, infierno. El hombre puede encontrarse a sí mismo y llegar a ser
verdaderamente hombre solamente atravesando el dintel de la pobreza de un
corazón sacrificado. Este sacrificio no es un vago misticismo que hace perder
consistencia al mundo y al hombre, sino, al contrario, es una toma de
consideración del hombre y del mundo. Dios mismo se ha acercado a nosotros como
hermano, como prójimo; en resumen, como otro hombre cualquiera [...].
El amor al prójimo no es algo distinto del
amor a Dios, sino, por así decir, su dimensión que nos toca, su aspecto
terreno: ambas realidades son esencialmente una sola. Así queda garantizado
nuestro espíritu de pobreza, nuestra disposición a la donación y al sacrificio
desinteresado, por el que actualizamos nuestro ser humanos, siempre y
necesariamente en relación con el hermano, con el prójimo. Dichoso el hombre
que se ha puesto al servicio del hermano, que hace suyas las necesidades de los
demás. Y desdichado el hombre que con su rechazo egoísta del hermano se ha
cavado un abismo tenebroso que lo separa de la luz, del amor y de la comunión;
el hombre que solamente ha deseado ser “rico” y “fuerte”, de suerte que los
demás sólo constituyan para él una tentación, el enemigo, condición y
componente de su infierno. En el sacrificio que se olvida totalmente de sí, en
la donación total al otro es donde se abre y se revela la profundidad del
misterio infinito; en el otro, el hombre llega contemporáneamente y realmente a
Dios…
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