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Un pregón de Pascua



Lectura de la profecía de Ezequiel (37,21-28):

Así dice el Señor: «Yo voy a recoger a los israelitas por las naciones adonde marcharon, voy a congregarlos de todas partes y los voy a repatriar. Los haré un solo pueblo en su país, en los montes de Israel, y un solo rey reinará sobre todos ellos. No volverán a ser dos naciones ni a desmembrarse en dos monarquías. No volverán a contaminarse con sus ídolos y fetiches y con todos sus crímenes. Los libraré de sus pecados y prevaricaciones, los purificaré: ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios. Mi siervo David será su rey, el único pastor de todos ellos. Caminarán según mis mandatos y cumplirán mis preceptos, poniéndolos por obra. Habitarán en la tierra que le di a mi siervo Jacob, en la que habitaron vuestros padres; allí vivirán para siempre, ellos y sus hijos y sus nietos; y mi siervo David será su príncipe para siempre. Haré con ellos una alianza de paz, alianza eterna pactaré con ellos. Los estableceré, los multiplicaré y pondré entre ellos mi santuario para siempre; tendré mi morada junto a ellos, yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y sabrán las naciones que yo soy el Señor que consagra a Israel, cuando esté entre ellos mi santuario para siempre.»


Estamos en el umbral de la Semana Santa, y la liturgia nos hace escuchar en la primera lectura de la misa de hoy  este pasaje de libro de Ezequiel. 
El profeta quiere reavivar el sueño de la libertad en el pueblo de Israel anunciando la liberación cercana. 
Como sabemos, Ezequiel desarrolla su misión en Babilonia, entre los judíos en exilio.
Escuchando estas palabras en la vigilia de la semana de la pasión no podemos dejar de ver en el único pastor precisamente a Jesús, a quien mañana acompañaremos cuando entre en la ciudad santa. 
Él es el pastor que recoge a las ovejas, quien las conduce a verdes pastos y establece para siempre una alianza nueva y perpetua entre el Padre de los cielos y el pueblo de discípulos que ha reunido, y que continuará reuniendo en el transcurso de los siglos.
Parece más un pregón de fiesta que una página propia de la Cuaresma. 
Y es que la Pascua, aunque es seria, porque pasa por la muerte, es un anuncio de vida: para Jesús hace dos mil años y para la Iglesia y para cada uno de nosotros ahora. 
Dios nos tiene destinados a la vida y a la fiesta. 
Los que no sólo oímos a Ezequiel, sino que conocemos ya a Cristo Jesús, tenemos todavía más razones para mirar con optimismo esta Pascua que Dios nos concede.
 Porque es más importante lo que él quiere hacer que lo que nosotros hayamos podido realizar a lo largo de la Cuaresma. 
La Pascua de Jesús tiene una finalidad: 
Dios quiere, también este año, restañar nuestras heridas, desterrar nuestras tristezas y depresiones, perdonar nuestras faltas, corregir nuestras divisiones. 
¿Estamos dispuestos a una Pascua así'?

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