Para Jesús las matemáticas no existen. Uno y noventa y nueve son lo mismo. Las personas no son cálculos ni se miden por cantidades. Cada una es original, única y sagrada. Cuida de todas por igual. La que se pierde es valiosa y merece todos sus desvelos por hallarla.
"Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado." (Mt 18,12-14). Encontrarnos, volver a casa, dejarnos encontrar, es lo que nos ofrece la fe. Es lo que nos llena de alegría y de sentido. Perdernos, exiliarnos, no ser nosotros mismos, es la experiencia de vivir intentando agradar a otros. Perderse es olvidar quienes somos. Es mendigar la valoración en el criterio de los demás. Es acabar esclavos. La alegría del Adviento es descubrir al Buen Pastor que viene a buscarnos cada vez que nos perdemos
«No es voluntad de vuestro Padre que se pierda ni uno de estos pequeños» Si no está en la voluntad del Padre, nosotros debemos cumplir su voluntad y, sin cerrar puertas, salir al encuentro e invitarles a entrar, sin reproches, sólo con un corazón deseoso de encontrarse con él.
Dios está siempre saliendo hacia los alejados, los que no cuentan, los pequeños. Los alcanza a base de gracia. Donde hay hombres y mujeres atrapados por mil redes, allí se abre camino su palabra de amor.
Me buscas, Padre.
¿Qué haré yo para acoger tu abrazo?
Te alabo y te bendigo, mi Dios, que haces maravillas.
Tu gloria es que todos los hombres y mujeres vivan en plenitud.
El amor de Dios se expresa en la predilección por los más frágiles e indefensos, por los más pequeños y vulnerables. Que jamás perdamos la sensibilidad del corazón que nos acerca a amor de Dios, y nos compromete a dar la cara ante los atropellos de los pequeños, como él lo hizo.
Quiere que estemos a su lado, que podamos vivir la vida con Él, que le dejemos sitio, que podamos escuchar su voz, seguir sus pasos, dejarnos conducir por Él como buen Pastor. Si nos alejamos, nos busca. Es su voluntad que nadie se pierda. Cuando nos encuentra se alegra, nos carga en sus hombros, donde se nos pasa el miedo, donde se descansa.
¡Ven, Señor Jesús!
Ven Señor Jesús, tierna voz de Dios al corazón, que podamos abrir nuestros oídos para escuchar tus llamadas que nos invitan a volver al redil, al pueblo santo que consagraste con tu amor y con tu sangre.
Ven Señor Jesús, pastor que quiere salvar a todas las ovejas, sacúdenos de nuestra pereza para que salgamos a la búsqueda de lo que estaba aparentemente perdido.
Ven Señor Jesús, consuelo de Dios que vendas nuestros corazones heridos, que podamos consolar con el mismo consuelo con el que fuimos consolados.
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