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Una invitación

 


"Tengo preparado el banquete, he matado terneros 
y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda”. 
(Mt 22,1-14).

Estamos invitados. Hay un sitio con nuestro nombre reservado. Vistámonos para la ocasión y celebremos el amor que Dios tiene con la humanidad. Es un planazo. Pero el respeto a nuestra libertad es total. Podemos decir que sí, o que no. Si vamos a la fiesta, si afrontamos este día como regalo, seguro que disfrutamos. El entusiasmo está asegurado. Si no vamos, si ponemos escusas, la soledad y la decepción también están aseguradas.

El reino de los cielos, dice Jesús, es como un rey que organiza un banquete de bodas para su hijo y envía a buscar a los invitados: primero a los invitados designados, luego, después de su negativa, a todos los hombres. Todos estamos llamados a disfrutar de la salvación de Dios.

Ante la invitación al reino de los cielos se dan distintas respuestas. Los convidados que no quieren ir se justifican con “sus negocios”. Otros maltratan y matan a los enviados. La invitación se abre a otros. Es importante estar preparados con traje de fiesta, de fe.

Estar con Él no es ni miedo, ni agobios, ni juicio... estar con Él es banquete para celebrar el amor que nos tiene y la unión con los hombres y mujeres de este mundo. Esto nos lleva a responder, a preparar nuestro corazón para ese encuentro.


A pesar de la negativa de muchos, Dios sigue llamando, sigue invitando a todos a su Reino. A todos, todos, todos. La invitación al banquete de bodas es para todos, es universal. Sin embargo, no basta con aceptar la invitación y presentarse de cualquier manera. Es preciso vestir el corazón de fiesta, sentir la alegría desbordante del encuentro con Jesús, alegrarse por la asamblea de hermanos.


 

 

Invitados. Debemos vestirnos de la alegría que rebosa el corazón y del compromiso de sentarnos a la mesa y aceptar su amor como pilar de nuestra vida.

 

 

 

 

 

Buen Pastor

Das la vida
en el esfuerzo diario,
por alcanzarnos
refugio, seguridad,
alimento.
A menudo,
cegados por los rayos
de la tormenta,
y ensordecidos
por el fragor de los truenos,
nos desorientamos,
hasta acabar
en parajes inhóspitos,
donde lobos hambrientos
pelearán por los despojos
de cada historia
que pudo ser tanto
y se queda en nada.

Pero tú no desistes,
sales a buscarme,
te adentras
por la tierra agreste,
plantas cara a las fieras
y repites,
con voz familiar
y cercana,
mi nombre,
para llevarme,
al fin, a la vida prometida
donde el presente es encuentro,
y el futuro eternidad.


(José María R. Olaizola, sj)


 

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