Ofreciéndonos



“Por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos 
sean santificados en la verdad”.
( Jn 17, 1-2. 9. 14-26). 



Celebramos hoy la fiesta de Jesucristo, sumo y eterno sacerdote.

En el cenáculo, Cristo nos ha confiado su propia misión sacerdotal: hacer visible, en nuestra propia debilidad, el amor de Dios, intercediendo por todos y ofreciéndonos cada día al Padre y a los hermanos, para la vida del mundo.


Los sacerdotes somos regalo del Padre al Hijo; le pertenecemos, somos suyos. 
Y quiere que estemos donde Él está: en la Cruz.
Esa Cruz es nuestro hogar y nuestra vida, nuestro altar y nuestra Hostia.
Un sacerdote que no está crucificado es un pobre hombre fuera de su casa.
¿Qué pediréis hoy para los sacerdotes?
Pedid lo más necesario: que seamos santos, que estemos inquebrantablemente unidos a la Eucaristía que ofrecemos cada día.

Dile hoy a la Virgen con fuerza: 
¡Santa María, Madre del Sumo y Eterno sacerdote, danos sacerdotes santos!

Señor, Tú eres Sacerdote, sacerdote nuevo,
que ofreciste tu palabra, tu cariño, tu vida,
que sigues ofreciéndote a nosotros en la Eucaristía,
para que todos podamos disfrutar del amor de Dios,
para enseñarnos que sólo el camino del servicio y la entrega
nos conduce a la felicidad más grande, a Dios.

Gracias, Jesús, por todos los sacerdotes
que ofrecen su palabra, su cariño, su vida,
que celebran la Eucaristía y la Reconciliación,
para que todos nos sintamos amados y perdonados,
para que a todos llegue tu luz y tu fuerza,
y recorramos, así, el camino del servicio y la entrega.

Señor, gracias porque yo también soy sacerdote.
Quiero ser agradecido y ofrecer mi vida a Dios;
en cada Eucaristía y cada momento de la jornada,
Me has llamado a entregarme a mi familia,
a mis amigos y compañeros de trabajo, a los pobres…
para que crezca en nuestro mundo la justicia y la paz.



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