No hay mayor fuego que el que arde dentro de uno cuando se encuentra con la verdad y ve un sentido a su vida. Lo más importante que no lo esconde, sino que lo comparte con quién vive. El problema es que, si no se acepta, lleva a la división.
Las cosas de Dios no son para los indolentes sino para los apasionados. El fuego del amor de Dios debería abrasar el mundo entero. Sin embargo, en muchos lugares, en muchas personas, el invierno se hace eterno; hay nieves perpetuas y palabras que hielan los corazones. Y Dios ama.
Jesús viene a prender fuego a la tierra. A quemarnos en su amor. A purificarnos en su gracia. Un fuego que provoca división porque no todo el mundo está dispuesto a acogerlo. Porque generará conflicto entre quienes apuestan por el seguimiento y los que lo critican.
Él es el fuego que nos cambia. Es el fuego que nos marca como hijos de Dios, como discípulos del Señor, como seguidores suyos que anuncian la buena noticia. El fuego de su amor nos mueve para amar a todos los hombres y mujeres de este mundo. Un fuego que rompe nuestro hielo y nos convierte en agua para el sediento, Él es el fuego que nos cambia.
El Señor quieres corazones ardientes, inflamados, que desborden pasión. No vidas que deambulen en medio de inercias y rutinas. El corazón se enciende cuando sabe que es partícipe y no espectador. No miramos la vida pasar, sino que incidimos, intervenimos en ella. Con torpezas, con olvidos, pero con la actitud de volver a empezar un día y otro. Es mucho lo que nos jugamos. ¿Que se queda en la memoria del corazón? No lo que repetimos mecánicamente, sino lo que vivimos como la primera vez.
bautízame con tu Espíritu Santo,
para ser testigo de tu amor
Prende en nosotros el fuego de tu amor.
Purifica lo que en nosotros
y haz que seamos llama viva
Amén.
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