Humildad,docilidad,discernimiento

 


"Pide un signo, pero no se le dará más signo 
que el signo de Jonás"
(Lc 11,29-32).

El acceso a lo divino es mucho más cercano de lo que pensamos. Buscar intervenciones milagrosas, extraordinarias, que superan los canales habituales de la acción de Dios, es dudar de lo que Dios nos dice en el Génesis: “Y vio Dios que todo era bueno”. El Espíritu de Dios acompaña toda la realidad creada, y sus huellas son reconocibles en nosotros mismos, en los demás y en toda la creación.

También está generación pide signos mientras pierde la capacidad de verlos e interpretarlos. La generación actual, como la del tiempo de Jonás, busca señales mientras ignora lo evidente. El Hijo del Hombre es la mayor señal, pero es rechazado. Como Nínive, somos llamados a arrepentirnos. En cualquier caso Dios nos concede el signo de Jonás. Es el signo de la muerte inevitable, vencida por el amor fecundo, que abre a una Vida plena y resucitada


El signo que buscamos es Él, no hay más señal que Él, no hay nada ni nadie que nos indique el camino del encuentro con Dios que anhelamos, que Él. No busquemos a nadie más, sólo a Él. Creer en Él, seguirle, mantener una relación  de amigos con Él. La mayor prueba de su amor es la entrega generosa por cada hombre y mujer de este mundo, los brazos abiertos en la Cruz para abrazarnos para siempre. 


Jesucristo revela su presencia y acción en nuestras vidas, a los corazones humildes, que libremente se disponen a recibirle.

Señor Jesús, somos muy afortunados y hemos recibido mucho de ti, pero no acabamos de agradecerlo, de convertirnos, de cambiar de vida. Estamos en camino, Señor, y contigo podemos avanzar.

«Aquí hay uno que es más que Salomón» Hablar de Jesús de Nazaret no es hablar de un buen hombre que pasó haciendo el bien y con bellas palabras ayudaba a la gente. No, es el Hijo de Dios que vino a traernos la salvación porque el Padre nos ama y eso es más que ser buena persona.


“Aquí hay uno que es más que Jonás”
 El gran signo del Reino es Jesús y su enseñanza. Dios nos revela en Él su rostro lleno de amor y de sabiduría. No busques en lo maravilloso la presencia de Dios. Escucha su Palabra, amásala en tu interior y conviértete a Él.  

Espíritu de Amor, abre mi mente a tu Sabiduría, para que tu Palabra entre en mi vida y la transforme.

Hemos perdido la ingenuidad.
Nos hemos vuelto escépticos, y ahora ya no creemos en los valores comunes. Hemos renunciado a la verdad. Aceptamos –qué remedio– la mentira de los propios como un mal menor. Jaleamos los golpes bajos cuando van dirigidos al enemigo (ya no hay rivales, sino enemigos).
Detestamos la contrariedad. El mundo ha de adaptarse a uno.
No sabemos amar. Unos, por exceso, confunden el amor con cualquier apetito. Y otros, por defecto, son incapaces de decir «te quiero» y que sea verdad.
Consumimos noticias como si fueran parte del espectáculo cotidiano. Pasamos de la guerra a la tragedia doméstica, de la diatriba política a la entrevista punzante. Se nos van minutos que terminan siendo horas, días, semanas, viendo imágenes intrascendentes de vidas ajenas que no significan nada, pero se convierten en una prisión laberíntica.
Hay que decir «¡Basta!» Y pelear por recobrar una nueva inocencia. Más curtida, quizás, menos cándida, pero aún capaz de valorar lo bueno, lo justo, lo bello y lo valioso.
Hay que recobrar la capacidad de amar.
Me niego a creer que no hay salida al laberinto.
(José María R. Olaizola, SJ)


 

 

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