Nos salva

 


"Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él".
 
(Jn3,13-17).

La cruz forma parte de la vida. La frustración, el fracaso, la soledad, la pérdida. Son experiencias comunes a lo humano. Nos gustaría no sufrir, no perder, no caer. Jesús fue el que abrazó el fracaso y lo convirtió en amor. No vino a juzgar, a huir de lo doloroso. Vino a encontrar en la grieta que nos hace sufrir, la presencia compasiva de Dios, que nos levanta, que nos abraza, que nos salva.

La cruz nos invita a una mirada profunda al dolor. El sufrimiento es un gran misterio que se ilumina desde ella. Jesús elevado en la cruz nos muestra el amor más grande en el dolor más hondo. Dios envía a su Hijo para salvar no para juzgar.

En la cruz del Señor se esconde, y a la vez se manifiesta el amor de Dios a la humanidad. Un amor de entrega de lo más querido para lograr que todos tengan vida eterna.


«Todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna»
Cuando somos capaces de encontrarnos con él nuestra vida cambia, todo se transforma al descubrir que no es un juicio por nuestros actos lo que marca su misericordia, sino un acto generoso de salvación, de entrega.

 

La Cruz como expresión radical de amar a los demás, hasta dar la vida.
La Cruz no como final sino como principio de una respuesta total de vida por parte de Dios para la humanidad.
La Cruz como un camino de entrega y de abrazar este mundo con infinita misericordia.
La Cruz, no deseada ni buscada por nadie y que en manos de Dios se convierte en un abrazo de amor definitivo para la humanidad.


“La Cruz parece decretar el fracaso de Jesús, pero en realidad, marca su victoria. ¡La Cruz de Jesús es nuestra única y verdadera esperanza!"
( Francisco).

¡Cómo no exaltar y venerar la cruz de Jesús si es fuente de salvación!
¡Dulce árbol donde la vida empieza!
Miremos la Cruz y miremos al que traspasaron,
de cuyo costado brotan ríos de Gracia y Misericordia
para ti, para la Iglesia y para el mundo entero.

 

Pascua

Mirar,
clavar los ojos
en el Dios que se muere
revelando,
en el dolor extremo,
que es extremo su amor crucificado.
Mirar,
como empaparse de Dios y dejar luego
que se abra una herida en mi costado
y mi yo se derrame gota a gota
–agua y sangre– callando,
al que quiera beberlo
sin llamar, sin pagarlo.
Que soy agua de Dios,
continuamente manando;
pero puedo ser sangre,
amor ardiente,
regalo.
La muerte se hace vida
y el dolor santuario
y campana de gloria
repicando.
¿Dónde estáis los que lloran?
Venid volando.
La campana es por vosotros.
A todos os atraigo.
¡Mirad al Traspasado!
Y sentir que me dicen: «¡Haced esto!»
Y yo lo hago.


(Ignacio Iglesias, SJ)


 

 

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