La plenitud

 

 
«"Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, 
con toda tu alma, con todo tu ser… 
"Amarás a tu prójimo como a ti mismo." 
Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera 
y los profetas.»  
(Mt 22,34-40)
 
A Jesús lo quiere poner a prueba un doctor de la ley 
preguntándole por el principal mandamiento. 
La ley de Moisés tenía 613 mandamientos. 
Jesús no le dice uno, sino dos: 
amar a Dios y al prójimo. 
No hay uno sin otro. 
El amor es la plenitud de toda ley.
 
Los preceptos de Dios, 
no son algo inalcanzable, 
en realidad los llevamos escritos en el corazón: 
¡AMAR!
 
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo". 
 Son los vértices de un triángulo equilátero: 
Dios, los demás y tú. 
Cuida a los 3 por igual, 
encuentra a Dios en ti y los hermanos...
pero no descuides ninguno de ellos. 
¡Quiérete y quiérelos!
 
Amar necesita de toda el alma, 
de todo el ser para hacerse verdad 
y realidad en el mundo. 
No hay amor a medias, 
no hay amor con intereses, 
no hay amor que se vende. 
El amor pone en juego 
todo lo que somos y hacemos.
 

Amar como Jesús significa servir y dar la vida. 
Servir, es decir, no anteponer los propios intereses; 
combatir la indiferencia, 
compartir los dones que Dios nos ha dado. 
Dar la vida es salir del egoísmo 
para hacer de la existencia un don, 
entregarse a quien lo necesita.
 
Cuando voy a tu encuentro, Señor, 
Tú me señalas a los demás. 
Cuando miro a los pequeños, 
ellos me señalan tu corazón.
 
 
En los santos que conocemos 
vemos cómo el amor a Dios, 
que saben manifestarle de muchas maneras, 
les otorga una gran iniciativa 
a la hora de ayudar al prójimo
 
 
 
 
 
 
Cuando Él dio la respuesta de los dos mandamientos,
se le cayeron las filacterias al fariseo
y se arrepintió de haber medido en la balanza hasta los miligramos.
A la gente se le aflojaron los vestidos
y se les rompió la cadena que les apretaba el cuello.
Descubrieron que los mandamientos son caminos de liberación
y que podían cantar a Dios en vez de tenerle miedo.
Todo el mundo quería abrazar a Jesús,
porque les había quitado una losa de encima…
Y empezaron a cantar y bailar…
Pero al salir de la fiesta,
el fariseo descubrió que ya no podía dar gracias,
 como todo buen fariseo,
por ser hombre y no mujer;
ni podía llamar perros y perras a la gente pagana,
como era frecuente entre las personas piadosas de Palestina.
Y gritó al cielo con el rostro desencajado:
Yahveh, Yahveh, 
me has liberado de la montaña de mandamientos,
pero me has dejado uno que pesa más que todos ellos juntos.
Y el ángel de Yahveh comentó jocosamente:
Anda, pero si es el mismo que cantaba hace unos días,
con sus hermanos fariseos, aquel salmo que dice:
Qué delicia es convivir los hermanos unidos. (Sal 133)
El pobre no se daba cuenta de que amar a sus semejantes
exige vaciar cada día el agua sucia del ego.
 Y los demás ángeles soltaron una gran carcajada,
que resonó por todo el firmamento.
Patxi Loidi

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