La ley de Dios camino de libertad



“No he venido a abolir, 
sino a dar plenitud” 
(Mt 5,17). 

El corazón de la humanidad está sembrado de promesas.
Jesús ha venido a llevar la creación a su plenitud por el amor.
Jesús da plenitud a la Ley con el mandamiento del amor.
Ser cristiano no es una cuestión de mínimos, sino de máximos.
No son las leyes, sino el amor, lo que ha de marcar nuestra condición.

La ley escrita mata, el Espíritu da vida.
El Espíritu, gracias a Cristo, nos hace participar de la vida de Dios.
No hay condena, sino perdón

Dios nos quiere libres; nos ha hecho libres para que crezcamos en el amor y lleguemos así a plenitud.
Su misericordia renueva nuestra vida.

El Perdón es uno de los actos más valientes y maduros, más trascendentes y liberadores que puede realizar un ser humano…
El amor a Dios, si no va acompañado del amor al prójimo, es puro fariseísmo.
El sábado sin un profundo respecto al hermano necesitado es mero cumplimiento.
El amor cambia la relación con Dios.
Amamos a Dios porque nos sentimos amados por Él y todo lo hacemos surge de un corazón agradecido.
No es mera obligación, es libertad y deseo de llevar a todos la verdad.
El amor no suprime la Ley sino que la realiza dándole plenitud.

“En la tarde de la vida nos examinarán del amor”.
Y Pablo lo entendió muy bien: 
Si no tengo amor nada soy”.

Colabora con tu vida en la gran campaña de la nueva civilización del amor.
Te amo, mi Señor, te amo.

Gracias te doy por saber que te amo.
Gracias, Señor,
por hacer historia con nosotros.
Gracias por habernos enviado a tu Hijo.
Gracias por darnos la misión
de continuar esta tarea
llenos de tu Espíritu.

La ley de Dios no esclaviza, da libertad, es camino de felicidad, de salvación.

Tu palabra, Señor, es buena noticia,
semilla fecunda, tesoro escondido,
manantial de agua fresca, luz en las tinieblas,
pregunta que cautiva, historia de vida,
compromiso sellado, y no letra muerta.
Alabado seas por tu palabra.

Tu palabra, Señor, está en el Evangelio,
en nuestras entrañas, en el silencio,
en los pobres, en la historia,
en los hombres de bien, en cualquier esquina
y en tu Iglesia, también en la naturaleza.
Alabado seas por tu palabra.

Tu palabra, Señor, llega a nosotros
por tu Iglesia abierta, por los mártires y profetas,
por los teólogos y catequistas, por las comunidades vivas,
por nuestros padres y familias, por quienes creen en ella,
por tus seguidores, y también por gente de fuera.
Alabado seas por tu palabra.

Tu palabra, Señor, hace de nosotros
personas nuevas, sal y levadura,
comunidad de hermanos, Iglesia sin fronteras,
pueblo solidario con todos los derechos humanos,
y zona liberada de tu Reino.
Alabado seas por tu palabra.

Recordamos hoy a uno de los santos más populares y queridos del calendario  cristiano, que es san Antonio de Padua, cuya vida va inseparablemente  unida a los orígenes de aquel movimiento sorprendente y maravilloso que  suscitó san Francisco de Asís y sus primeros discípulos. Muy pronto destacó como gran predicador y por eso se convirtió en un peregrino del  evangelio por Italia y Francia. Su mayor amor eran los pobres y lo que más  denunciaba era el abuso de los ricos. El pueblo sencillo y creyente, acude a  él para que, por su intercesión, se encuentren los bienes perdidos.
«Si predicas a Jesús, Él ablanda los corazones duros; si lo invocas, endulza las tentaciones amargas; si piensas en Él, te ilumina el corazón; si lo lees, te sacia la mente» (Sermones dominicales).
Acudamos nosotros hoy, para que nuestro mundo encuentre aquellos bienes  espirituales y humanos que ha perdido y con la misma con fianza que tuvo él  en Jesucristo, junto a quien le vemos representado, teniéndolo en brazos.


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