Columnas de la Iglesia




“Tú eres el Mesías, 
el Hijo de Dios vivo” 
(Mt 16, 16).

Jesús declara dichoso a Pedro porque el Padre le ha revelado el misterio de reconocerle como Mesías y como Hijo de Dios.
Le confía la misión de ser la roca sobre la que se asentará su Iglesia, reunida en torno a los discípulos.

Tú eres mi Señor, mi fe se apoya en tu Palabra de Vida.

“Y vosotros, 
¿quién decís que soy yo?”

No valen los libros ni las ideas. 
Nos pongamos como nos pongamos, lo entendamos o no, lo único que cuenta para ser cristiano es el encuentro personal con Jesús.

¿Es Jesús el centro de nuestra vida?
¿Es Jesús el centro de nuestro pensamiento y de nuestro corazón?
¿Es Jesús el centro de nuestro caminar?
¿Es Jesús el que da sentido a nuestra existencia?

Hoy celebramos a san Pedro y san Pablo, apóstoles
Pedro estuvo con Jesús; Pablo no.
Pedro fue el signo de unidad y Pablo llevó el evangelio a todas partes.
Jesús fue el centro de sus vidas y ambos llegaron a dar la vida por él.
Ni Pedro ni Pablo iban para héroes. 



Pablo podía llegar, como discípulo de Gamaliel, a ser un buen rabino, de cierta claridad doctrinal y eficaz en la lucha contra la nueva secta de los discípulos de Jesús.  

Pedro era un hombre sencillo, experto en la pesca en el lago de Galilea, un mar de agua dulce que daba para vivir.
Hasta que Jesús se cruzó en su camino.  
Llamó a Simón para que lo siguiera y estuviera con él, y lo eligió para que sobre la piedra de Pedro fuera edificada su Iglesia. 

A Pablo lo llamó fuera de plazo, el último de los apóstoles, para que pasara de perseguir la fe a extenderla entre los que no habían oído hablar nunca de ella.
Ambos tienen sus debilidades.  
Los evangelios no han disimulado los choques de Pedro con Jesús ni las negaciones en el patio del pretorio.  
Y el libro de los Hechos nos muestra el difícil proceso que vivió Pablo hasta asumir que el mensaje del evangelio, rechazado por los judíos, tenía que ser predicado con toda libertad a los paganos.
Sus martirios coronan dos vidas de entrega creciente a la misión encomendada por Jesús. 

Ellos son columnas de la Iglesia y ejemplo para todos los cristianos.

Te doy gracias, Señor, porque cuentas conmigo, a pesar de mi pequeñez y mi pecado.
Cuentas conmigo y me llamas, como llamaste a Pedro, un pescador sencillo, apasionado, bravucón, que se creía más fuerte que sus compañeros.
Cuentas conmigo y me llamas, como llamaste a Pablo, un fariseo inteligente, fanático, intransigente, que quería acabar con los que no pensaban como él.

Te doy gracias por Pedro y por todas las personas que son piedra en la que se apoya nuestra vida y nuestra fe.
Te doy gracias por Pablo y por todas las personas que comparten la alegría y la novedad de la fe cristiana.
Te doy gracias porque cambiaste el corazón de Pedro. Gracias a tu perdón, Pedro lloró sus pecados se hizo más humilde y se dejó guiar por ti.

Gracias a tu cercanía, Pablo se cayó del caballo de sus prejuicios y descubrió que tu grandeza se muestra en nuestra debilidad.
También a mí me has cambiado, Señor. Gracias.
Que sepa acercarme cada día a Ti, para que puedas acabar la obra que has comenzado en mí y sepa contagiar la alegría de sentirme amado por Ti.


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