Volver a Dios.




"Regresaré e iré a mi padre" 
(Lc 15, 1-3.11-32)

El amor infinito de un padre o una madre hacia sus hijos supera cualquier desapego o mal gesto por parte de éstos.
Es el amor más grande que se puede encontrar: el Amor con mayúsculas.

Volver a casa.
El deseo que ansía nuestra alma peregrina.
Volver a sentir el abrazo que acoge, que no hace reproches, que transforma en gozo las lágrimas y hace una fiesta inmensa en el corazón.
Volver a Dios.

El amor de Dios no tiene límites.
Nos ama a cada uno tal como somos, nadie queda fuera de su misericordia. 
Y quiere que aprendamos a ser hermanos, a amarnos con ese mismo amor, sin envidia, sin exclusiones, sin egoísmo.
Que todos participemos de la fiesta y el banquete.

Solo tus besos pueden salvarme.
Solo tu ternura puede salvarme.
Solo tu amor puede salvarme.
Solo tus abrazos pueden salvarme.

El protagonista es siempre el Padre.
Que el desierto de la Cuaresma nos lleve a interiorizar esta llamada a participar en la misericordia divina, ya que la vida es un ir regresando al Padre.

En la parábola de hoy hay un tercer hermano, Jesucristo, que sale en busca del hermano perdido y participa en el banquete de su retorno.

¡María, misericordia en acción!
Hijos pródigos somos, Madre.
¡Gracias por salir cada día a otear nuestro horizonte lejano buscándonos!
¡María, ruega por nosotros, pecadores, que recurrimos a ti!

"Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo muriéndome.."
Todos en el Reino de Dios, hecho realidad en Jesús, si quieren, viven la abundancia del "Pan de Vida", fuera de Él, incluso con todo lo deseable se tiene hambre "regresaré e iré a mi padre"



Un día sentí que me faltaba el calor de tus brazos.
Sentí el frío de no contar con ellos. Un frío que enfría el alma.
Me creí libre de ti, Señor, y me encontré esclavo de mí mismo.
Sentí la soledad, aunque estaba con todos.
Sentí la tristeza, aunque todos se reían.
Sentí el vacío, y todos parecían felices.
Hoy vuelvo a Ti, Padre.
Necesito que tus brazos me estrechen.
Necesito que tu corazón me devuelva la alegría.
Necesito que tu calor se lleve mi frío.
Necesito sentir que me vuelves a llamar hijo.
Necesito sentir el calor de tus abrazos.
Necesito sentir el silencio del no reproche.
Necesito sentir que me invitas a tu mesa.
Necesito sentir que Tú mismo me abres la puerta.
Necesito sentir que hoy me dices:
“Entra. Esta es tu casa”.
“Ponte cómodo y hagamos fiesta”.


Señor, a veces me parezco al hijo pequeño de la parábola: soy exigente y egoísta, no encuentro la felicidad en la sencillez de la oración y el trabajo de cada día, en el cariño de la familia y amigos.
Y me alejo.
En otros momentos soy como el hijo mayor: orgulloso y envidioso.
Me creo mejor que los demás y mejor que Dios.
Pierdo la capacidad de alegrarme con el éxito de los humanos.
Soy hijo, pero me siento esclavo.
Señor, gracias, porque me buscas siempre, porque me ayudas a sentirme hijo tuyo y hermano de cuantos me rodean.
Gracias, porque en la Comunión contigo, me enseñas y das fuerza para perdonar, como tú me perdonas.



Gracias, Señor, por esta forma
de acogerme como soy.
En ti el amor es más fuerte
que el juicio sobre mis pecados.
En tu casa ha y espacio para poder recomenzar.
En tu corazón, abierto y acogedor,
me reconozco verdaderamente yo mismo.
En el alimento que compartes conmigo
está la fuerza para modelarme
a tu imagen.


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