Cristo nuestro modelo, nuestra fuerza y nuestra vida,



“Venían a oírlo a que los curara de sus enfermedades...
y gente trataba de tocarlo, 
porque salía de él una fuerza 
que los curaba a todos” 
(Lc 6, 18-19).  

Jesús ora toda la noche, y desde la fuerza de su oración llama a los discípulos, hace apóstoles y cura a todos los que se acercan a Él. Jesús te invita a orar. 
A acercarte a Él, a escucharle y tu fe le arrancará esa fuerza sanadora.  
Señor, tú llamas a todos a tu mesa, nos acercamos... 
¿Tenemos suficiente fe para que tu fuerza nos cure?  


Jesús: Tú eres siempre una sorpresa,
eres el amigo que se encuentra sin esperarlo
Y yo te he encontrado.
No esperaba conocerte tan de cerca.
Pero llegaste, como a la Samaritana,
y me has dicho: "Dame de beber".
Como a Zaqueo, elevaste los ojos
hasta el árbol en que estaba,
y me dijiste: "Baja,
que quiero hospedarme en tu casa".
Sabes que te necesito,
y llegas sin que te llame.
Permíteme acompañarte en el camino.
Tú me conoces y sabes lo que quiero,
lo mismo mis proyectos que mis debilidades.
No puedo ocultarte nada, Jesús.
Quisiera dejar de pensar en mí,
y dedicarte todo mi tiempo.
Quisiera entregarme por entero a ti.
Quisiera seguirte a donde quiera que vayas.
Pero ni esto me atrevo a decirte,
porque soy débil.
Esto lo sabes mejor que yo.
Sabes de qué barro estoy hecho,
tan frágil e inconstante.
Por eso mismo te necesito aún más,
para que tu me guíes sin cesar,
para que seas mi apoyo y mi descanso.
¡Gracias por tu amistad, Jesús!

Hoy recordamos el nombre de aquella que trajo al mundo el Salvador y que el pueblo cristiano siempre ha invocado con fe y devoción.

¡Madre de Dios y Madre mía María! 
Yo no soy digno de pronunciar tu nombre; pero tú que deseas y quieres mi salvación, me has de otorgar, aunque mi lengua no es pura, que pueda llamar en mi socorro tu santo y poderoso nombre, que es ayuda en la vida y salvación al morir. 
¡Dulce Madre, María! haz que tu nombre, de hoy en adelante, sea la respiración de mi vida. 
No tardes, Señora, en auxiliarme cada vez que te llame. 
Pues en cada tentación que me combata, y en cualquier necesidad que experimente, quiero llamarte sin cesar; 
¡María! Así espero hacerlo en la vida, y así, sobre todo, en la última hora, para alabar, siempre en el cielo tu nombre amado: “¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!” 
¡Qué aliento, dulzura y confianza, qué ternura siento con sólo nombrarte y pensar en ti! 
Doy gracias a nuestro Señor y Dios, que nos ha dado para nuestro bien, este nombre tan dulce, tan amable y poderoso. 
Señora, no me contento con sólo pronunciar tu nombre; quiero que tu amor me recuerde que debo llamarte a cada instante; y que pueda exclamar con san Anselmo: 
“¡Oh nombre de la Madre de Dios, tú eres el amor mío!” 
Amada María y amado Jesús mío, que vivan siempre en mi corazón y en el de todos, vuestros nombres salvadores. 
Que se olvide mi mente de cualquier otro nombre, para acordarme sólo y siempre, de invocar vuestros nombres adorados. 
Jesús, Redentor mío, y Madre mía María, cuando llegue la hora de dejar esta vida, concédeme entonces la gracia de deciros: 
“Os amo, Jesús y María; Jesús y María, os doy el corazón y el alma mía”.

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