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Un signo




“Como Jonás fue un signo 
para los habitantes de Nínive, 
lo mismo será el Hijo del Hombre para esta generación” 
(Lc 11,29-32)   

Nos cuesta convertirnos de verdad al Señor.
Y ponemos excusas y justificaciones, algunas realmente buenas; pero excusas, al fin y al cabo:
“Si Dios me diese una prueba de su existencia”,
“Si Dios cambiara mi forma de ser”,
“Si viera un milagro”.
¡En qué aprieto nos pondría Dios si convirtiera una tinaja de agua en vino!
Algo tendríamos que inventar.

Pedirte pruebas.
Algo tan humano, algo tan fatuo.
Pedirte pruebas.
Querer sinceramente buscarte es principio de encontrarte.
Pedirte pruebas.
Sólo tus promesas de amor son garantía de liberación.

Sin embargo, hay personas que se conforman con menos.
Los ciudadanos de Nínive se convierten por la predicación de Jonás, y la reina del Sur al escuchar la sabiduría de Salomón.

Si hiciéramos más a menudo memoria de todas las maravillas que Dios ha hecho en nosotros, pediríamos menos signos, seríamos más agradecidos, crecería nuestra esperanza y viviríamos más felices.

Dudar es algo inherente al hombre.
También en cuestiones de fe podemos tener nuestras crisis.
Para superarlas, aprende a ver el rostro de Cristo en quienes te rodean, en sus acciones generosas.
En cada acto de misericordia, ahí está el Señor.



Cada día recibimos una llamada a la conversión, al seguimiento, al testimonio, a la misión.
Cada día ponemos en juego la vida con nuestra respuesta a esa llamada.
Nunca es tarde.
Dios nos espera y nos acoge siempre.

Danos Señor un corazón y unos ojos nuevos
para descubrir y agradecer las maravillas
que haces en los corazones de las personas
y en la historia de mundo.
Y danos la fuerza de tu Espíritu
para que no pase esta Cuaresma
sin habernos convertido un poco más a Ti

¿Quieres saborear el verdadero sentido de la existencia?
¿Quieres experimentar un amor que sacia para siempre?
Acércate a Jesucristo, muerto y resucitado por ti, Señor de la historia y del Universo, signo definitivo del amor del Padre.

Orfebre del alma
Quién me recogerá de las cenizas,
de esos momentos de contradicción,
de rutinas y cansancios avenidos,
de esa falta de ganas, de corazón.
Quién devolverá a mi rostro su sonrisa
y a mis ojos la huella de la mirada limpia,
quién me abrirá el apetito de misericordia
y podrá besarme hasta llenarme el alma.
Quién me llevará desde la ira hasta el perdón,
desde el hambre de grandezas a la gratitud.
Qué silencio acallará mi desasosiego.
¿Hallaré las lágrimas que curen mi amargura?
Orfebre del alma, que trabajas sin medida
en lo hondo y lo profundo de mi océano,
calma las corrientes de gloria y de maldad
y devuelve mis aguas al mar de tu serenidad.
(Seve Lázaro, sj)





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